Lucía Pérez Forrio
Revista Nuestro Tiempo
Hace ya tiempo que la cultura individualista viene pisando fuerte. El suculento yocentrismo ha ido adquiriendo peso, respaldado por tendencias como el autocuidado, que encierran el peligro de producir un amor centrípeto, hacia dentro, un amor no compartido.
No es de extrañar que esta manera de vivir logre seducir al personal. En su escaparate encontramos eslóganes como “Quiérete”, “Eres tu mejor amigo”, “Dedícate tiempo”, “Aléjate de quien no te aporta”, “Pon límites”. Mensajes en sí mismos acertados, que más de uno necesitaría aplicarse para vivir mejor. El problema no es ese contenido, sino que implícitamente puede tener una connotación de desinterés o desprecio hacia el prójimo, la visión del otro como un estorbo o como un sujeto sin nada de atractivo.
La responsabilidad de esta fiebre individualista podría residir en el famoso efecto péndulo que cualquier sociedad experimenta. Venimos de tiempos en los que no se ha priorizado el propio bienestar, no ha habido cabida para la dedicación personal y no se conocía la importancia de cuidar al cuidador. Si miramos hacia atrás, veremos que nuestros ascendentes repetían un estilo familiar muy diferente, en el que la mujer ha sido quizá la gran damnificada. De ella se esperaba una entrega absoluta a su hogar y familia, un comportamiento abnegado donde no había espacio para una carrera laboral, ni para su propio cuidado y descanso: una mujer complaciente perennemente dispuesta a satisfacer las necesidades ajenas; familias donde la crianza monopolizaba el sistema, desterrando, por ejemplo, la vida social de los progenitores.
La cultura individualista reivindica esta necesidad de respeto personal.
Quizá la religión mal entendida pudo generar una conciencia escrupulosa que asociaba el placer a la culpa, el autocuidado al egoísmo. Nada más lejos de la realidad. El mismo Jesucristo lo dejó muy claro: “Ama al prójimo como a ti mismo”, no más, no menos: de la misma manera. Se anticipó al constructo psicológico de que no puede haber amor al otro sin amor a quien uno es.
La cultura individualista reivindica esta necesidad de respeto personal, de tenernos en cuenta, de autoestima, del sentido positivo del placer. Pero parece que se ha pasado de frenada. El amor que se mantiene encerrado puede germinar una desmedida insatisfacción: la condena del individualismo es la soledad. No se trata de amarse menos, sino de generar un amor centrífugo, que empieza en uno mismo y se dirige al otro.
La autoestima es uno de los pilares fundamentales en la salud mental.
Continuará…