José Manuel Muñoz
Investigador en el Centro Internacional de Neurociencia y Ética
¿Es todo cuestión de neuronas? La postura opuesta queda perfectamente representada de manera alegórica por el magistral Duelo a garrotazos de Goya, en el que dos hombres, atrapados en el barro, parecen condenados a golpearse hasta la muerte. Se trata del fatalismo determinista, según el cual carecemos de cualquier atisbo de libertad y responsabilidad por nuestros actos, que son inevitables. Esta mentalidad es ciertamente compatible con una aproximación reduccionista al sistema nervioso: todo se limitaría a las neuronas y sus interacciones físico-químicas. Tras la defensa de la neuropredicción como medio para evitar la reincidencia se halla, precisamente, una visión fatalista del comportamiento humano; pero esta defensa se enfrenta a tres grandes objeciones.
Primera: como bien explica Alfred Mele en su excelente obra Libres, existen buenos argumentos para defender que la neurociencia, contra lo que afirman ciertos neurocientíficos, no ha demostrado la inexistencia del libre albedrío. Segunda: la neuropredicción se basa en una estimación probabilística del riesgo de violencia y, como tal, no ofrece certezas absolutas sobre el futuro. Por ejemplo, una baja actividad de la CCA parece asociarse a una mayor probabilidad de reincidencia, pero esta no siempre se produce. Tercera: al suponer que el sujeto no es libre para impedirlo, el sistema estaría dando por seguro el futuro crimen, y sin embargo se estaría otorgando a sí mismo la potestad para evitarlo. Esta forma de entender un crimen como determinado y no determinado al mismo tiempo, además de ser paradójica, podría llegar a utilizarse para justificar formas tiránicas de ejercer el poder.
La neurociencia puede aportar mucho al estudio de la
reincidencia.
No obstante, la neurociencia puede aportar mucho al estudio de la reincidencia sin necesidad de respaldar la neuropredicción ni de, por el contrario, ignorar los condicionantes biológicos del crimen. En un trabajo realizado con una colega del Inacipe de México, y editado por David Eagleman, hemos defendido que la mejor aproximación posible a esta cuestión es la “neuroprevención”: servirse de la neurociencia para disminuir el riesgo de un crimen futuro, nunca para predecirlo. Seguridad ciudadana y reintegración de los reclusos. Naturalmente, esta prevención debe enfocarse en la seguridad ciudadana. Pero debe ir acompañada de estrategias de intervención diseñadas para mejorar habilidades cognitivas habitualmente relacionadas con la criminalidad (impulsividad, empatía, planificación, etc.) que son dinámicas, es decir, modificables.
En este sentido, técnicas como la fMRI pueden proporcionar una valiosa información complementaria a las tradicionales pruebas de evaluación psicológica aplicadas durante décadas.
Este enfoque permitiría que los reclusos tuvieran capacidad de influir sobre su propio futuro trabajando proactivamente para (si es posible) su eventual reintegración social. El papel del sistema sería, así, el de acompañar su evolución; mundos como el de Minority Report deben permanecer en el ámbito de la ficción. La neurociencia puede aportar mucho al sistema de justicia, pero le haremos un flaco favor si malinterpretamos sus hallazgos, sobredimensionamos su alcance y adoptamos visiones neuroesencialistas que ignoran el contexto en el que el cerebro se enmarca: cuerpo, ambiente y relaciones personales. Como en tantos otros problemas de envergadura, la reflexión conceptual y el diálogo de esta apasionante disciplina con las ciencias sociales y las humanidades resultan imprescindibles si se aspira a alcanzar una visión más completa (y justa) de la acción humana.