Joseluís González
Profesor y escritor Revista Nuestro Tiempo
La emoción debe ser el origen, el manantial, de la poesía auténtica. Nuestros clásicos decían “venero” y hoy podría decirse “motor” o “propulsión”. Da igual, suele notarse si un poema brota de verdad de ahí dentro. De la conmoción. Del trastorno en las entrañas. De las fragosidades de algún día del alma. “Inspiración”, la llaman muchos otros. No lo sé. Un adolescente puede, una tarde desierta, reflejar los restos de su corazón resquebrajado por un desamor.
Quizá transfiera en líneas frenéticas de escritura que no llegan hasta el margen derecho esa impresión de derribo de la vida. Pero el sentimiento necesita estar acompañado, la escolta, de la calidad literaria. Versos veraces, pero que suenen nuevos. Aquel jesuita de espíritu vivaz, que sabía dónde podía descansar su corazón, que valoraba la belleza física de la realidad y la realidad bella de cada criatura o circunstancia, casi redimía la inclinación del ser humano a destruir la naturaleza y sus prodigios. La naturaleza es una plegaria.
Un poema lo hacen, primordialmente, las palabras.
Quizá aquella madera de chopos se empleó para contribuir al progreso de una industria entonces en auge: el ferrocarril. Puede que para concretas y útiles zapatas de frenos. Los avances acostumbran a necesitar alguna desaparición.
De todos modos, un poema lo hacen primordialmente las palabras. Y las imágenes y su melodía o su disonancia. Frágil y resistente a la vez. Las imágenes son muchas infrecuentes: las ramas de los álamos eran como jaulas del aire. Sus sombras y sus líneas cruzándose formaban sobre el agua una especie de correas de sandalias, mecían un moverse de pies semidescalzos. Y para expresar la intensidad del dolor, el poeta te pone delante un pinchazo de espina que se te hunde dentro del globo ocular. Duele. Binsey Poplars permaneció inédito hasta 1918. Es decir, casi cuatro décadas oculto. Que Hopkins no viviera en exclusiva para su poesía, lo engrandece más.