Los monumentos, las piezas y diversos objetos que hemos recibido desafían al tiempo, constituyen una puerta hacia el pasado y son una forma de viaje por la historia que, en muchas ocasiones, conllevan algo trascendente. Sin todos esos testimonios del pasado, el individuo corre el riesgo de perderse en un mundo falto de referencias tangibles, en donde el presente puede parecer eterno. Contemplar, pensar y razonar en torno a los bienes culturales ayuda a entender el pasado, vivir el presente y proyectarse hacia el futuro sin complejos.
Hace unos días tuve el placer de leer un artículo de M. A. Troitiño en una conocida revista que difunde cuestiones patrimoniales de la Fundación Santa María la Real de Aguilar de Campo. En su texto reflexiona sobre el mundo rural y el legado cultural con gran dosis de sentido común y realidad. Afirma que el patrimonio es un pilar importante para ofrecer planes integrales para el desarrollo rural, pero ni la panacea ni el único elemento para tal fin. Para intervenir y salvaguardar su patrimonio cultural material e inmaterial, en ocasiones inmenso, necesitan no solo textos jurídicos que se quedan en los cajones, sino la voluntad y el compromiso político acompañado de recursos económicos significativos. Todo en aras de generar actividad económica que atraiga y, sobre todo, fije población.
Tampoco podemos olvidar que la historia y el propio patrimonio han sido utilizados por el poder político, en numerosas ocasiones, como fuente de legitimación y justificación, ya que el pasado se reescribe, no pocas veces, en función de las necesidades e intereses del momento. Actualmente, nos toca vivir, el problema de la deconstrucción de construcciones y bienes con una carga ideológica concreta, realizados en tiempos pasados, con base en construcciones historiográficas bastante acríticas, pero que fueron expresión de situaciones concretas. Desde las portadas románicas, con tanto interés en remarcar en algunos vicios y pecados por parte de la Iglesia, hasta las expresiones del poder político, abundan los ejemplos.
Actualmente, nos toca vivir el problema de la deconstrucción de construcciones y bienes.
Para leer la memoria colectiva, mejor la conciencia colectiva, por aquello de que la memoria es muy selectiva, nada mejor que la presencia de las obras materiales para poder explicar visualmente un contexto histórico determinado. Y no vale recurrir a argumentos como la mediocre calidad de unas obras, como si solo se debiera preservar la producción de los grandes artistas, a fortiori, si poseen otros valores.
Valgan como testimonio, estas frases de alguien, tan poco sospechoso de conservadurismo, como Víctor Hugo, en 1871: “Si hay que destruir un monumento a causa de los recuerdos que trae, tiremos abajo el Partenón, que recuerda la superstición pagana; derribemos la Alhambra que nos representa la superstición mahometana; hundamos el Coliseo, que recuerda las fiestas atroces donde las bestias comían hombres. En una palabra, destruyamos todo, pues hasta nuestros días, todos los monumentos han sido hechos por la realeza y el pueblo no ha comenzado todavía los suyos. Hacer el mal queriendo hacer el mal es perversidad (villanía); hacer el mal sin querer hacerlo es ignorancia”.
Aunque existen numerosos ejemplos de lo que no se debe hacer, me gustaría destacar la ejemplaridad de aquellos alcaldes, concejales y gestores culturales que, desde hace décadas, lo han tenido claro, colaborando con los propietarios de conjuntos de todo tipo, superando polémicas estériles y procurando dinamizar el estudio, conservación y difusión de las obras con claridad, profundidad y verdad.
Enhorabuena a tantas personas que, desde su anonimato y su sabiduría, vienen colaborando con sus acciones en pro de la conservación del patrimonio para legarlo, como mejor dádiva, a futuras generaciones.