En las últimas décadas, la presencia femenina se ha incrementado y normalizado en casi todas las esferas de la sociedad: la empresa, la ciencia, la comunicación… No obstante, las conquistas que se han logrado no deben hacernos perder de vista que aún queda mucho por hacer, especialmente en lo que se refiere al ascenso de las mujeres a puestos de responsabilidad y a su participación igualitaria en la toma de decisiones al máximo nivel de las instituciones. Conocer la historia y recuperar referentes nos ayuda a darnos cuenta de que esto será posible si las profesionales aportamos una gran determinación individual -tanta como tenían esas pioneras que nos abrieron camino- y contamos con un amplio respaldo social.
Uno de esos ámbitos en los que hemos avanzado con pasos firmes es el Derecho. Si echamos la vista atrás hacia algo menos de un siglo, podemos observar un gran incremento en el número de mujeres que estudian esta disciplina y que la ejercen. También celebramos que han comenzado a conquistar cimas que antes estaban reservadas para sus compañeros.
En España, la primera jurista que ejerció como tal fue Ascensión Chirivella, que obtuvo el título en 1922. Dos años más tarde, tan solo el 1.9% de las estudiantes tenía nombre de mujer; en 2016 alcanzaron el 55.5%. Y la tendencia continúa: en este último año, supone el 60% del alumnado de ciencias jurídicas.
En cuanto al ejercicio de la abogacía, entre 1920 y 1931 únicamente había siete colegiadas. En 2016 alcanzaron el 44.14% del total y, aunque su presencia aún es ligeramente inferior a la de los hombres, va incrementándose poco a poco. En ese mismo año, el Consejo General de la Abogacía Española, que agrupa a los colegios profesionales de abogados en este país, designó a su primera presidenta, Victoria Ortega Benito. Cabe destacar que la discriminación en los tribunales tardó en erradicarse.
Hasta la reforma de 1961, ninguna mujer podía ocupar el cargo de juez, y en ese momento solo podía desempeñarlo en el Tribunal de Menores y lo Social. Aunque en 1966 se eliminaron por completo las limitaciones, la primera que consiguió acceder a ese puesto no lo hizo hasta 1977. El ascenso ha sido imparable: cuarenta años más tarde, ellas suponían el 70% de quienes aprobaban judicaturas.
La trayectoria de nuestro país no es, ni mucho menos, un caso aislado. Ha sido muy similar a la de EE. UU., la nación a la que solemos mirar como ejemplo de progreso de derechos sociales y libertades. En 1915 había siete alumnas de ciencias jurídicas en Cambridge (Massachusetts) y Portia (Boston), dos universidades exclusivamente femeninas. En 1950, la prestigiosa Facultad de Derecho de Harvard admitió a sus primeras 19 estudiantes. En las décadas siguientes, el porcentaje de alumnas en estos estudios continuó incrementándose progresivamente en los campus estadounidenses: 25% de los matriculados en 1977, 40% a principios de los 70; 49% en 2015.
Las cifras resultan reveladoras, sin duda. Pero la presencia femenina ha supuesto para el Derecho mucho más que el reconocimiento y la satisfacción de las profesionales. Su trabajo en los diferentes ámbitos ha hecho posible introducir importantes cambios en la cultura jurídica que han mejorado la calidad de la justicia y, por ende, ha beneficiado a toda la sociedad.
Algunos estudios demuestran que su presencia ha permitido dar visibilidad a cuestiones sociales que sin ellas pasarían inadvertidas, no se mejorarían o no se atenderían.
Por ejemplo, ahora se abordan con mayor sensibilidad cuestiones como las diversas formas de discriminación -entre otras, la sexual y la laboral-, el voto femenino, la protección de los menores, la defensa de las minorías, la familia, la educación y las reformas en el sistema penitenciario, así como los casos de violaciones, agresiones sexuales y violencia en el seno del hogar.