María Dolores Marroquín
Imaginemos el despertar de una mujer: abre los ojos y se levanta, hace la lista de sus quehaceres en casa, tareas de cuidado y pendientes
en su centro de trabajo; ajusta horarios, calcula los tiempos si tiene que desplazarse de un lugar a otro, reflexiona cómo sacar el máximo provecho al día. Esto podría decirse que también lo hacen los hombres, pero hay algo que marca la diferencia; las mujeres debemos tener en cuenta además qué rutas seguir, por ser más seguras; qué ropa usar, para supuestamente evitar agresiones machistas, y qué horarios utilizar, por ser los más pertinentes para transportarnos…
Cada día es más visible, los riesgos y amenazas a la integridad de las mujeres se ha tornado inaguantable. En ese contexto, mujeres en diferentes espacios hemos venido trabajando en la construcción de nuestra autonomía; la que se está viendo seriamente amenazada, ya que para enfrentar los riesgos de ser agredidas se plantea el confinamiento como medida de seguridad, ese resguardo que impide nuestra movilidad. Al ser la violencia contra las mujeres un ejercicio de poder patriarcal, es un hecho que el refugio de la casa esté lejos de significar tranquilidad para nosotras.
Hay que recordar que el Ministerio Público dio a conocer que, en 2020, las denuncias de violencia intrafamiliar subieron de 30 a 55 diariamente; mientras en ese mismo lapso, el Observatorio de los Derechos de la Niñez informó que más de cinco mil niñas (entre 10 y 14 años) resultaron embarazadas, tras sufrir una violación sexual en sus hogares por hombres cercanos a ellas.
Estos datos indican que la violencia contra las mujeres es un hecho cotidiano, que cuenta con una legitimidad social, porque todavía no se reconoce como una manifestación de las relaciones desiguales de poder y un recurso para controlarlas. Hay que dejar de verla como normal o de culpar a las víctimas, bien se puede sustituir por ternura en todas nuestras relaciones sociales.