Jerónimo Ayesta López Becario de la Fundación María Cristina Masaveu Peterson
Las universidades están plagadas de cenizos. Infames agoreros y
antisistemas de medio pelo claman al cielo que la academia ha sucumbido al agobiante plan Bolonia con sus acreditaciones, informes y memorias. Aunque el sistema esté convaleciente, quienes ostentamos un prudente optimismo creemos en el poder transformador de esta institución. Y tenemos razones para ello.
Un esperanzador botón de muestra. En apariencia, poca cosa. A mediados de febrero, unos estudiantes universitarios representaron la obra El sueño de una noche de verano, de Shakespeare. Mientras en el público unos estaban más atentos a quiénes habían acudido -ellos y ellas- y otros se reían del amigo maquillado, algo grande pasó. Dieciocho universitarios dedicaron cientos de horas para entablar un diálogo vivo con un inglés muerto. Olvidaron por unos momentos prácticas, clases obligatorias e inútiles listas de asistencia. Dijeron que no a la dictadura del deadline y al bostezante runrún de los stories de Instagram. Vencieron el activismo y la pereza y se adentraron en las miserias y en las grandezas del corazón humano.
Y, gracias a ellos, los cuatrocientos del auditorio nos reímos. Frente al risoteo falso de los vídeos de gatos con los que solemos matar el tiempo -homicidio culpable con agravante-, las hilaridades de ese teatro sonaron sinceras. En los asistentes se movió algo más hondo que las vísceras. Porque lo profundo del alma interpela más que cualquier minino. La carcajada humanizante plantó cara al felino humor barato.
Resulta inspirador el ejemplo de estos dieciocho héroes contra la tiranía de la pobreza cultural. Muestra que la universidad aún permite, usando palabras de Thoreau, “vivir deliberadamente, afrontar los hechos esenciales de la vida” para llegar a la muerte con la tranquilidad de no advertir que no hemos vivido.
Optar, como ellos, por una existencia intelectual en la academia consiste en hacer del estudio, la contemplación y la vida del espíritu un modus vivendi. Pero esto exige que los planes curriculares dejen a los alumnos tener tiempo libre, como explicó el filósofo español Higinio Marín en el acto de apertura de las XLII Jornadas de Colegios Mayores celebradas en Pamplona en febrero, y no aneguen hasta las esquinas de nuestras agendas. Esta es la esencia inalterable de la universidad. O debería serlo.
Parece razonable el temor de los profesores a que los estudiantes pierdan el tiempo, pero ese miedo corre el riesgo de paralizar y sobreproteger de tal manera que anule su capacidad de decidir. La amenaza está ahí. Pero es indispensable que recuperemos la inquietud por cultivar el ocio en sentido clásico, por paladear los manjares más suculentos: la lectura revivida de los clásicos, la dramatización de la interioridad humana, el diálogo amistoso fecundado por los grandes pensadores y científicos de nuestra historia.
Es bello el riesgo de que la gente malgaste sus horas. Dieciocho héroes nos demuestran que se puede vivir de veras este ideal, que la universidad tiene futuro cuando rompe el corsé de eficacia inmediata a toda costa, y cuando no piensa exclusivamente en adiestrar a sus alumnos para satisfacer el hambre de una economía consumista.
Puede sonar contradictorio, pero el activismo febril del sistema es compatible con el gozo del espíritu. Y esto porque somos seres bifrontes: el joven académico debe aprender a compatibilizar un Google Calendar lleno de citas en variedad de colores con el tiempo diario para pensar, escribir y leer a Shakespeare arrullado por el sonido de los pájaros del campus.