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Cuando no hubo Semana Santa

Lo que solo sucede en las películas de ciencia ficción, sucedió. Desde principios de 2020 la sombra de un virus se extendió desde el Lejano Oriente hasta alcanzar Latinoamérica, a mediados de marzo. La vida medio paralizada en Guatemala, la emergencia sanitaria y la responsabilidad de cuidar a nuestros mayores fue haciéndose, día tras día, lo cotidiano.

Ante esa realidad, y, en consecuencia, con las medidas ordenadas por el Organismo Ejecutivo, la Conferencia Episcopal emitió una instrucción a todas las parroquias del país: se suspendieron todos los actos externos de devoción cuaresmal. La ampliación del toque de queda dictada el 29 de marzo concretó lo que muchos fieles se resistían a creer, la cancelación de la Semana Santa en sus manifestaciones tradicionales y culturales.

La suspensión de los cultos externos y la limitación de los cursos internos son un hecho prácticamente inédito en la historia religiosa, social y cultural guatemalteca, posterior a la llegada del cristianismo. Poco puede decirse aun de la celebración de las procesiones entre 1547, año en que aparece la primera noticia de la Semana Santa en el antiguo reino de Guatemala, y 1650, cuando la procesión del Santo Entierro de Santo Domingo empieza a detallarse en crónicas y los registros de la cofradía de Jesús de la Merced permiten reconstruir con mayor claridad las procesiones que realizaban. 

A partir de la mitad del siglo XVII aparecen más fuentes para seguir la pista de las procesiones de Semana Santa. En forma temprana, en 1700, sucede un conflicto político que Fray Francisco Ximénez deja reseñado en su crónica de la orden dominica, escrita años más tarde. Ximénez narra como “hasta el mismo Cristo se quedó sin sepultura”, dado los acontecimientos que enfrentaron al visitador Francisco Gómez de la Madriz y el capitán general Gabriel Sánchez de Berrospe, en cuya lucha se involucró el obispo Fray Andrés de las Navas y Quevedo, la Compañía de Jesús y el Ayuntamiento de la ciudad.  Si bien hace falta revisar minuciosamente el comportamiento de todas las cofradías, y, atendiendo lo que relata el fraile, las iglesias se cerraron al toque de la oración vespertina y solo hubo una procesión de penitencia pública rezando el rosario.

Aunque parezca increíble, los terremotos que han destruido continuamente la capital de Guatemala nunca han sido motivo suficiente para suspender todas las procesiones y los cultos.  De hecho, las semanas santas siguientes a los sismos de 1717, 1773, 1918 y 1976 siempre han tenido cortejos, cuando menos la de La Reseña de Jesús de La Merced, en los dos primeros casos citados; las de Jesús de Candelaria, Jesús de La Merced y Santo Domingo en el tercero, y todas las que actualmente salen en el cuarto y más reciente. 

“Cristo mismo se quedará sin sepultura”. Urna con el Señor Sepultado de Santo Domingo, mediados del siglo XX.

Es interesante la situación desatada en 1773, ya que, al siguiente año, aunque el capitán general no se encontraba ya en Santiago de Guatemala, el cabildo sí, autorizando que saliera solamente la de La Reseña, que era la del patrón y abogado de la ciudad contra las calamidades, pestes, agua, fuego y temblores.  Siguió haciéndolo hasta 1778, año en que la imagen que fue trasladada a la nueva ciudad. 

También ha habido algunas suspensiones políticas posteriores a la independencia.  Aún no está completamente investigado el período de los enfrentamientos entre la Ciudad de Guatemala y Francisco Morazán en la cuarta década del siglo XIX.  Muy concreta la cancelación de procesiones en las calles, por el bando publicado por Justo Rufino Barrios en 1882, que dejaba vigentes los cultos y procesiones intramuros y dentro de los atrios.  Esta suspensión perdió fuerza en los siguientes gobiernos liberales, al grado de que para 1892 los medios periodísticos describen las procesiones clásicas de la ciudad y, para 1896, la incorporación de algunas nuevas. 

La administración eclesiástica dictó en 1792 y en 1927 la supresión de procesiones nocturnas, realizándose con normalidad las que se hacían por las mañanas y las tardes.  Esto debido a que el Arzobispado consideraba que estas ponían en riesgo el orden público. 

La guerra interna, aunque causó tensiones en la ciudad, como el atentado para quemar a Jesús de Candelaria y la bomba panfletera en el Santo Entierro del Calvario, en 1983, no hizo nunca mayor efecto en la organización general de la Semana Santa.

El de la Semana Santa de 2020 es un hecho inédito en la historia contemporánea.  No habrá camino de la cruz, ni santo entierro; esta vez la Dolorosa no irá tras el hijo acompañada de sus eternos amigos, San Juan y la Magdalena. Ni una calle cerrada para la alfombra votiva, ni el sonido de los helados, los ronrones, las corbatas o las aguas frescas. Las plazas estarán vacías y las familias no tomarán los espacios públicos.  La banda no sonará, el incienso no inundará las calles y los adornos quedarán en suspenso. La convivencia fraterna entre vecinos quedará congelada para una próxima ocasión. 

Esta Semana Santa pasará a la historia como la primera de las suspensiones ocasionadas por un hecho que está completamente fuera de su alcance, de sus relaciones, de sus influencias. El sistema del mundo la ha alcanzado, y anuncia con su desvanecimiento los cambios culturales que se avecinan tras la tragedia social, política y económica. 

El mundo se quedó sin todas las semanas santas, pero especialmente sin las tres grandes: Popayán, Sevilla y Guatemala. Sin embargo, la nuestra se nutre de esperanza, y es lo que los guatemaltecos hoy debemos compartir, confiando en que un día no lejano se vuelva a escuchar el timbre que indica que las andas deben levantarse. Secretario Académico y Catedrático Titular, Escuela de Historia, Universidad de San Carlos.

Por Walter E. Gutiérrez Molina
Colaboración

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