Amores Perros significó la resurrección del cine mexicano en aquel lejano 2000, al ponerlo de nuevo en el mapa mundial. Es una película emocional, durísima y trepidante. Fue la ópera prima del director mexicano Alejandro González Iñárritu y la primera de tres colaboraciones con el escritor Guillermo Arriaga. Ambos construyeron la trilogía de la muerte con 21 Grams y Babel.
La narración de saltos temporales que presentó Pulp Fiction (1994) influyó en González Iñárritu, con la variación de que este se enfocaría en un incidente: un choque de automóviles en las calles de la colonia Condesa en la capital mexicana. En este primer capítulo conocemos a Octavio (Gael García Bernal) y Susana (Vanessa Bauche), y la realidad que se vive en las circunferencias de ese enorme mar de concreto del entonces Distrito Federal, hoy CDMX. Es una historia de marginalidad, aspiración, crudeza y traición.
Los tres episodios hablan de la relación que tienen los personajes con sus perros. Las peleas de canes fueron simuladas y con un gran trabajo de edición los perros no sufrieron daño alguno.
La segunda historia, la de Valeria (Goya Toledo) y Daniel (Álvaro Guerrero), es una fantasía sexual entre una modelo y un publicista. El alfa conquista a su presa y huyen para hacer su nueva vida de enamorados en un apartamento. La trama se pone durísima después de un accidente. Las peleas son enervantes y filosas, y no digamos lo intensas que son las actuaciones. Valeria tiene un odioso perro llamado Richie, que carga de un lado a otro hasta que se le pierde entre el piso falso del departamento. Nos preocupamos por los tres y lo que atraviesan por separado.
De último está el capítulo de El Chivo y Maru (Emilio Echevarría y Lourdes Echevarría; padre e hija). Antes de ser El Chivo, era Martín, un profesor que abandona a su esposa y a su hija para convertirse en guerrillero. Cae preso y le dice a su exmujer que le diga a su hija que fue asesinado. Su exesposa forma una nueva familia y El Chivo se convierte en mendigo y sicario. El Chivo tiene una manada de perros abandonados a los que cuida, pues, hasta cierto punto, es la familia que nunca tuvo. La conversación que tiene El Chivo con la máquina contestadora de su hija me rompe todavía hoy.
Iñárritu encargó la música y la convocatoria de bandas al argentino Gustavo Santaolalla, quien además compuso los abrasadores interludios instrumentales con guitarra eléctrica. Cada canción se convirtió en un éxito inmortal. Lucha de Gigantes, de Nacha Pop: “En un mundo descomunal / siento mi fragilidad.” La ferocidad y vulnerabilidad de Control Machete y Ely Guerra en Amores Perros: “Qué pasaría si nunca muero y no tuviera la oportunidad de nacer de nuevo”. La desgarradora Aviéntame, de Café Tacvba, una canción que me cuesta tanto escuchar: “Aviéntame y déjame / Mientras yo contemplo tu partida / En espera de que vuelvas y tal vez vuelvas por mí”. No olvidemos a Celia Cruz, quien con su optimista Carnaval llena de realidad, perdón y belleza de vivir.
Iñárritu termina su película con la frase: “Porque también somos lo que hemos perdido”. Este epitafio resuena en lo que dejamos tirado: lágrimas, familia que muere, sueños a los que renunciamos, lo que somos y lo que no fuimos. Cumple 20 años, y la crudeza de sus imágenes duele, rompe, reconstruye y nos vuelve a quebrar en millones de pedazos. Una cinta inmortal.