El deporte, a través de los tiempos, ha tenido diversas formas de ejecutarse. Si partimos de que los nómadas siempre buscaron mantenerse activos para lograr una caza abundante, podemos deducir que esa era una forma primitiva de hacer deporte, y esto porque en esa desigual pelea del hombre contra la bestia, siempre hubo vencedores y vencidos.
En tiempos más recientes, la contienda deportiva ha tenido los mismos ingredientes: buscar la forma de vencer al contrario, con tal de salir airosos y demostrar lo que somos capaces en el campo competitivo.
Luego viene el aspecto de las preseas. Al comienzo fue una corona de laurel que representaba la honra, el honor y la gloria de ser uno de los hijos especiales del pueblo. En la actualidad son las medallas, y el oro la máxima pretención.
Sin embargo, para lograr tales honores hay diversidad de senderos. Algunos se van por la práctica cimarrona; o sea, el entrenamiento grotesco. Otros, buscan un camino más o menos teórico y ajustado a ciertas normas, pero una mayoría evade el aspecto de la ciencia deportiva. Unos, porque creen que ya lo saben todo, que ya han alcanzado la gloria o que con lo que tienen ya es suficiente.
Sea como fuere, la ciencia está invadiendo todos los ámbitos del quehacer humano. No se concibe actividad destacada en la que no vaya de por medio la ciencia.
En el deporte en general, pero muy marcadamente en el futbol, es imprescindible que sus practicantes se ciñan al principio de la práctica científica, para lograr mejores resultados; sobre todo en la actualidad, en la que el balompié de Guatemala mantiene una crisis en sus resultados internos y foráneos.
Especialmente las ligas menores o juveniles, es imperativo que reconozcan que la ciencia en el deporte es un factor de primer orden. Que no deben desestimar el valor inconmensurable que representa someterse a los dictados científicos en la práctica de su disciplina, si desean lograr mejores resultados. * Por Enrique Bremermann