A veces me pregunto si la gran mayoría de columnistas que abordan temas políticos en nuestros medios de comunicación social –sea directa o indirectamente– carecen de la capacidad para ver o si se trata, por el contrario, de que simplemente se resisten a hacerlo.
Se quejan y se quejan pero –teniendo a la vista la posible solución– la única que permite lograrlo –son incapaces de verla o bien reitero– se resisten a ello.
Quisieran que el Estado se encausase conforme lo desean e intuyen que, así, es como todos lo quisieran, lo que posiblemente sea cierto pero –repetitivos– omiten el cómo. ¿Cómo lógralo?
¿Cómo lograr, por ejemplo, que el presupuesto llegase a ser el que queremos, priorizando educación, salud, seguridad, justicia, infraestructura –en fin– lo que querríamos que fuese priorizado?
¿Cómo lograr que las leyes que nos rigen fuesen las leyes que queremos?
¿Cómo, que las decisiones nacionales que se hagan, las decisiones que quisiésemos tomar?
Cada cual, en su nicho. Cada columnista sepultado, enconchado en lo suyo.
Es obvio que podría lamentarme y lamentarme y seguirme lamentado que uno se siente bien con sus lamentos y protestas y así sentirme realizado, y también podría adicionarlo con expresar cómo quisiera que fuesen las cosas, sin señalar camino alguno para conseguirlo.
Sabroso, permanecer uno en su nicho. Sabroso, también, el dedo acusador –siempre dispuesto– y la negación de méritos en todos, forma inequívoca que se tiene de no errar, ningún compromiso contraído. Una vez más debo referirme a que la clave de todo lo político se encuentra en el Congreso, ya que en manos suyas se encuentran el presupuesto y las leyes, así como la toma de las más importantes decisiones nacionales y, una vez más, he de decir que la esencia de un Congreso es que represente fielmente a los electores, a tal grado de que su voz y sus decisiones, sean las de estos, en él representados.
El origen de todo Parlamento –el Congreso o Asamblea– es el de ejercer la representación de sus electores (el pueblo) para la toma de decisiones sobre los ingresos y gastos del Estado (determinar su presupuesto) así como sobre las leyes que deban de regirles (determinar las leyes).
Quitada esa función de los Reyes, Sultanes o grupos que lo hacían y es tal su importancia que el organismo ejecutivo, en nuestro caso el Presidente y su Gobierno y toda la administración, no pueden más que ejecutar el presupuesto por el Congreso decidido (el presupuesto es una ley que, como todas, debe cumplirse) y no pueden más que cumplir y hacer que las leyes se cumplan.
La labor de los jueces, la aplicación de las leyes a los casos concretos, la superación de diferencias de conformidad con la ley, la aplicación de sanciones, si incumplidas.
Si malo el presupuesto que haga el Congreso, malo será –necesariamente– el presupuesto a ejecutarse y si malas las leyes que se han hagan, malo será lo que se cumpla y se haga cumplir por el Presidente y su Gobierno –por la administración y– si malas estas leyes, las leyes hechas por el Congreso, pues malo será lo que apliquen los jueces.
Si malas las decisiones del Congreso para escoger magistrados y –a través suyo, a los jueces– (el Congreso elige a los magistrados) pues malos serán, los magistrados y jueces.
Continuará…