Arturo Arriagada
Escuela de Periodismo
Son varias las promesas asociadas al uso de medios sociales online. Desde la democratización de la información y el empoderamiento de ciudadanos y consumidores, hasta la posibilidad de relacionarnos de manera horizontal con autoridades, familiares, amigos, instituciones y empresas. En este contexto, la industria del branding y la publicidad ha encontrado en los denominados influencers —microcelebridades en espacios digitales que promueven el consumo de bienes y servicios— una fuerza laboral de bajo costo. Aunque el negocio puede ser bueno para muchos, también tiene consecuencias sociales que refuerzan desigualdades, a través de la comunicación afectiva de estilos de vida “auténticos” y deseables.
Ya es común terminar bombardeados de ofertas de bienes y servicios, luego de hacer una búsqueda en Google. Desde hace un tiempo ese bombardeo ha adquirido un rostro humano. Celebridades, pseudocelebridades, amigos y familiares pueden aparecer en plataformas como Instagram o YouTube promocionando las cualidades de bienes y servicios sin mayor aviso (o evidencia de que aquello es una promoción pagada o sujeta a canje). No es solo la búsqueda la que nos lleva a esos contenidos, sino la cercanía y el afecto que podemos tener hacia esas personas. Las agencias de branding y publicidad los llaman influencers, un término que alude a la posibilidad de influir en las decisiones de potenciales consumidores, a través de la comunicación cercana de los atributos y valores de una marca, bien o servicio. Un término que también esconde una serie de relaciones sociales y económicas entre marcas, agencias, plataformas y creadores de contenido digital, para que la comunicación de los influencers parezca lo más natural posible, una comunicación “orgánica” como la definen quienes se dedican a ello.