Rayando ya en lo que podría denominarse desatino (no es la primera vez, que conste) –el editorial del matutino Prensa Libre del domingo 30 de septiembre– se refiere a la “supuesta” interrupción del discurso de uno de los “patrocinadores” del concierto celebrado el jueves 27 en la Sala Efraín Recinos, del Teatro Nacional, Centro Cultural Miguel Ángel Asturias, incurriendo el editorial, además, en faltas a la verdad que deben refutarse.
Una de ellas es la de afirmar que la “supuesta” interrupción recibió unánime recriminación en las redes sociales. Falta a la verdad que es fácilmente comprobable, puesto que se dieron en las redes opiniones divididas, las provenientes de la “izquierda lila”, “la izquierda de cafetín” y las voces independientes que comprenden a plenitud que en cualquier sala de conciertos –en cualquier parte del mundo– si un espectáculo no da inicio a la hora programada y excede una espera razonable (10 minutos empieza a ser ya demasiado) lo indica el público con aplausos –que obviamente no premian la calidad del espectáculo no iniciado– sino que recuerdan a los organizadores que debe empezar; voces independientes que comprenden –igualmente– que no se deben producir tediosos y largos discursos antes de un concierto ni obligar a que el público tenga que escuchar, previamente, discursos políticos o de cualquier otra índole, gusto o color que no se hayan anunciado, siendo el caso que se asiste para escuchar un concierto, no discursos.
Se falta también a la verdad cuando se afirma que haya habido interrupción del discurso (no se dio interrupción alguna de discurso), ya que el burócrata internacional que lo pronunciaba hizo caso omiso de los aplausos que le indicaban su exceso e impertérrito, con pésima dicción, continuó con su larga perorata, de principio a fin, sin interrupción alguna; siendo falso, además, que se haya tratado de aplausos de una sola persona o que esta, a la que se refiere el editorial (un servidor, por cierto) haya pronunciado grito alguno, habiéndose producido uno solo y discreto de ¡basta!, pronunciado por otro espectador. Simpático el editorial de Prensa Libre que, por un lado, ha criticado, incluso hasta la saciedad, a las redes sociales, pero que, por otro, se respalda en ellas, y mal, afirmando una unanimidad inexistente.
Unánime es una palabra que se refiere a todos (todos, sin excepción alguna), tal y como no se “abroga” alguien derechos, sino que se los arroga, ni son las falacias “ad honimen” sino ad hominem, “gazapos” que no deben producirse en una columna editorial, máxime cuando conceptuales. Lejos van quedando los tiempos de gloria en los que un editorial de Prensa Libre jamás se hubiera solidarizado con los abusos contra el público, la tardanza para el inicio de los espectáculos y la imposición de discursos no anunciados antes de su inicio.
Lejos aquellos tiempos en los que jamás se hubiera solidarizado con la mal llamada “hora chapina” (hora que de chapina no tiene nada) y que constituye grave irrespeto para quienes deben esperar. Lejos los tiempos de Pedro Julio García, Isidoro Zarco Alfasa, Álvaro Contreras Vélez, Mario Sandoval Figueroa y Salvador Girón Collier (su hija, por cierto, uno de sus últimos baluartes de esa prensa, sufriendo de penosa enfermedad y por cuya recuperación formulo, en este octubre, mis mejores votos).
Lejos aquellos tiempos en los que, invitado por su director, escribí en sus páginas mi columna, la misma que publico ahora en el Diario de Centro América, el decano, columna que en Prensa Libre se llamó Columna del Viernes, habiéndose publicado también en El Imparcial, Diario El Gráfico, La Tarde, Nuestro Diario, y por más de 10 años, en El Periódico.
Malinchista a morir, el editorial se refiere a lo que califica como nuestros lastres burocráticos –los hay, sin duda, y demasiados– pero dejando pasar por alto los lastres burocráticos internacionales, como los del discurso del burócrata, no interrumpido, pero acreedor a los aplausos que no premiaban su elocuencia, obviamente, sino que señalaban su exceso. Los raquíticos aplausos dados por el público al burócrata, al final de su discurso, dan fe del hartazgo producido, aplausos de alivio, sabiéndolo concluido, desganados aplausos, incluso, de la izquierda lila y de la izquierda de cafetín, puesto que hasta el fanatismo ideológico tiene sus límites.
El concierto, todo, estupendo, y la Sinfonía desde el Tercer Mundo del maestro Joaquín Orellana, sinfonía cuya premier mundial se hizo en Grecia, es sin lugar a dudas maravillosa, recogida en esta obra la belleza de lo nuestro y también nuestra tragedia, aquella belleza por esta interrumpida. Una alabanza a nuestra naturaleza y nuestra gente, y un trágico alarido. Insuperable la flauta y su tema, las cuerdas, los metales, los instrumentos creados por el autor (nuestros sonidos), la marimba, nuestra marimba, los coros extraordinaria su ejecución; y el declamador, su poesía. El director Julio Santos tiene que sentirse profundamente satisfecho; lo dirigido hasta hacerlo nuestro, toda una epopeya. ¡Impecable! El mejor de los homenajes para el autor, escuchar su obra. Ejecutada y, además, su propia voz inmersa en ella.
Impecable la ejecución, (bien señaladas por un crítico, que conste, las deficiencias de un audio innecesario, comprometedor de los sonidos –quien te quiere te aporrea– critica que no destruye sino que abona, si atendida, el mejoramiento futuro de todo concierto) ¡Esperanza! Sí, así pudo llamarse también esta sinfonía, la Sinfonía desde el Tercer Mundo. Sea esta una invitación para preocuparnos más por caminar juntos en aquello que nos une, por encima de lo que pueda separarnos; por encima de la discusión en cuanto a la pertinencia, o no, de aplausos indicativos de que un espectáculo se demora demasiado en su inicio o de que un discurso se exceda del tiempo razonable, de si es, o no, un abuso que se imponga que el público, antes de escuchar un concierto, concierto por el que pagó, tenga que escuchar, previamente a poder gozar de este, discursos no anunciados.
Lo que nos une y debe unirnos es la obra de Joaquín Orellana en su belleza y su tragedia (eso somos) y, sobre todo, en su esperanza, debe unirnos, desde ya, el imperativo categórico a atender de inmediato la pensión vitalicia que debe establecerse para el maestro, justo reconocimiento a su obra –una obra impagable– y a su vida. ¡Aló, por cierto, burócratas internacionales! ¿Patrocinio? Cuál su patrocinio? ¡Por favor! Y concluyo, si en lugar de obligar al público a escuchar un discurso, antes del concierto, se le hubiera invitado a permanecer en la sala para escucharlo, el concierto ya concluido, me hubiera gustado ver a los tres gatos que se hubieran quedado.
Finalmente, me permito señalar que el abuso del discurso se produjo después de cortas, profundas y simpáticas palabras del maestro Orellana, calificadas por este mismo de chingonas. ¿El burócrata, por encima del autor? ¡Por favor! El zipizape de la discusión a que han dado lugar los aplausos para señalar las impertinencias de un discurso, excedido en el tiempo razonable, y de la pésima costumbre de imponer discursos antes de un concierto, ha tenido la virtud de poner al descubierto la soberbia de la izquierda lila, izquierda de cafetín, creyendo que lo cultural es patrimonio suyo, excluido de este patrimonio quien no se encuentre en su línea ideológica (línea ideológica que muchos de esta ni siquiera comprenden y con la que –muchos de ellos– no tienen ninguna consecuencia).
Ignoran, ignorantes, que somos muchos los conservadores que hemos estado comprometidos con la cultura, siempre, y de quienes mucho podrían aprender, conocedores como somos de obras literarias, musicales, plásticas y artísticas, en general, sin la ceguera de los obtusos fanatismos. Asesinos, en la izquierda y en la derecha, así como ladrones e ignorantes y no sensibles al arte, en una y otra. ¿Qué tal si vamos superando ya las necedades?