Por: Rodrigo Correa/Facultad de Derecho
Los asuntos que resuelven los tribunales podrían ser resueltos, con mayor eficiencia económica y menor tiempo, por oficinas administrativas. Y sin embargo, toda república racionalmente constituida confía su juzgamiento a jueces. ¿Por qué? La principal razón se encuentra en la conjunción de tres factores: 1) nuestro compromiso en resolver dichos asuntos conforme a derecho; 2) la convicción de que en casos particulares la opinión pública no siempre privilegia la aplicación imparcial del derecho y, 3) la circunstancia de que, en democracia, tanto el ejecutivo como el legislativo están institucionalmente configurados para ser sensibles a la presión de la opinión pública.
Los jueces están dotados de garantías institucionales que deliberadamente buscan hacerlos resistentes a presiones externas. El derecho a ser juzgado por un juez es la principal garantía que tenemos de que seremos tratados conforme a derecho, aun cuando el Gobierno, el Congreso Nacional y la opinión pública persigan nuestra ruina.
Como contrapartida, los jueces están sujetos al deber de conocer y resolver conforme a derecho, haciendo caso omiso a toda otra consideración. Los jueces pueden incumplir su deber de múltiples maneras: negándose a conocer un asunto de su competencia; conociéndolo al margen de las reglas que rigen el procedimiento; retardándolo innecesariamente; juzgándolo sin atención al derecho aplicable o, por último, interpretando erróneamente este derecho.
Este último caso es, sin embargo, fundamentalmente distinto de los otros. El derecho no es una disciplina exacta. El Estado de Derecho, al exigir confiar a jueces independientes la solución final de los casos, exige confiarles también la autoridad final para decidir qué establece el derecho para cada uno de ellos. Esa decisión, aunque en opinión aún de la mayoría sea incorrecta, no constituye abandono sino cumplimiento del deber judicial.