Las migraciones tienen dos caras, dos formas de ver el problema. Una, la del que decide irse de su lugar de origen para buscar mejores expectativas de vida, ya sea por la violencia o la pobreza, y, la otra, la de aquellos que los reciben, muchas veces con el temor de ser desplazados económicamente y miedo de ser atacados. Konrad Lorenz señalaba lo importante que es el instinto de territorialidad entre los animales, a lo que los seres humanos no son ajenos.
Defender su territorio, incluso más que la propia vida, es lo que asemeja a los seres humanos al resto de animales mamíferos. La migración no solo constituye un problema de seguridad y economía para aquellos países que se ven amenazados por los grandes flujos de personas, sino también constituye un problema de tipo cultural. Integrarse y no segregarse a las sociedades donde se reside tendría que ser parte del comportamiento del migrante, pero ello trae consigo la pérdida de su identidad.
No obstante, el que recibe ve al inmigrante como a un extraño, y muchas veces lo juzga como a un invasor. Lo mismo ocurre con el que llega, quien al no sentirse identificado culturalmente con las costumbres de los habitantes del país al que emigra, persiste con los patrones culturales que lo identifican. Cómo poder solventar eso, el espacio que le corresponde tanto a la esfera privada como a la pública podrá ser la solución.
Pero, en la esfera pública, todos deberían comportarse de acuerdo con las normas y leyes del país donde residen, sin evidenciar sus rasgos peculiares. En tanto que en la esfera privada, cada quien está en la libertad de comportarse como quiera, siempre y cuando guarden las normas mínimas de urbanidad y dignidad. Por ello, los nacionalismos, etnocentrismos, racismos deberían ser parte del pasado, y a partir de ahí convertir al mundo en un territorio donde habite la especie humana identificada no con principios de nación, sino de naturaleza, junto a todo ser viviente de la tierra. Pero para eso se requiere de una conciencia de especie.