Estamos inundados de lamentos quejumbrosos y lastimeros, y es comprensible que los haya;
nuestra realidad es muy distinta a la que quisiéramos y podríamos tener, pero, lo que es incomprensible –absolutamente incomprensible– es que no se pase del lamento y que sea inexistente proposición alguna, proposición o proposiciones que podrían ser capaces de cambiar la realidad que lleva a lamentarse, y con razón, tan lastimera y quejumbrosamente. ¿Participación de la población indígena en las grandes decisiones nacionales? ¿Participación de los migrantes? Se trata de participaciones clave –así como la nuestra– para que pudiera cambiar la realidad, como quisiéramos, pero esta participación es imposible si entre nosotros no llega a saber nadie, ni siquiera, quién es SU diputado y si los candidatos a diputado única y exclusivamente los deciden los partidos (el monopolio de la postulación de candidatos, en sus manos). Los cambios de la realidad –es bueno saberlo– no logran producirse por emanación espontánea, y los lamentos –sin propuesta–
no llegan a cambiar ¡Qué difícil pareciera comprenderlo!, absolutamente nada. Los lamentos quejumbrosos y lastimeros, sin propuesta, tienen que recordarme, necesariamente, la historia aquella de un ingenuo feligrés que, sin otro quehacer, rogaba día a día a uno de sus santos –tal su único ruego– que le hiciera ganar la lotería, y que fue tal su insistencia, día tras día, semana, tras semana, mes tras mes y año tras año –tal su queja tenaz y lastimera– que, harto ya el santo, decidió hacerle el favor, pero no pudo. Hubo de descender aquel a lo terreno y explicarle al héroe de nuestra historia que, para hacerle el favor, hubiera sido preciso que, al menos, hubiera comprado el número. Lamentos quejumbrosos y lastimeros e –incluso– hasta citas en la plaza, pero ¿Para qué lamentos y plaza, si desprovistos de propuesta? El resultado lo tenemos a la vista: lamentos y plaza (sin número de lotería, es decir sin propuesta) no podrían sino conducir a lo que han conducido y que –finalmente– no es sino a nada. La clave de la democracia se encuentra en la representación, la representación del pueblo en el Congreso –el organismo del Estado que define el presupuesto y las leyes y que fiscaliza políticamente– el buen manejo de Estado. Si la representación falla, falla el Congreso y, si este falla, falla también –es inevitable– todo lo restante, inexistente la fiscalización política de los electores, fiscalización que deberían poder hacer desde el Congreso. ¿Qué puede hacerse si lo que existe es un mal presupuesto, y si, además, su ejecución no se aprueba ni se imprueba? ¿Qué pueden hacer los jueces, si malas las leyes? O se cambia la forma de elegir a los diputados que lo integran, o persistirá la percepción –justificada– de que no se encuentra usted –ninguno lo está– representado en el Congreso. ¿Quién es su diputado? ¿Quién le representa? ¿Se encuentra la población indígena representada en el Congreso? ¿La población migrante? ¿Cómo podrían estarlo, si nadie lo está –tal la necesaria percepción–si nadie sabe quién es Su diputado? La propuesta para quejumbrosos –me incluyo– y también para la plaza, para columnistas y formadores de opinión es muy sencilla: la reforma de un solo artículo de la Constitución Política de la República, el 157, podría cambiarlo todo, porque, hecha la reforma, los diputados se elegirían –todos– sin lista nacional ni listado alguno por distritos pequeños (158 en total) en los que, cada distrito, elegiría un solo diputado, ganando la elección y obteniendo el cargo sin fórmulas raras el candidato que obtenga más votos. El elector –reformado el 157– sabrá quién es SU diputado, y la población indígena, ganadora en múltiples distritos, estará bien representada, como representada, también, la población migrante, dentro de los citados 158 distritos, el distrito o distritos, en el extranjero, que les corresponda. Dos años de mandato, lo suficientemente corto para que el electo no olvide a sus electores y para que estos, casi de inmediato, puedan premiar, con la reelección, el buen desempeño, y castigar con la no reelección al que sea malo. ¿Más cómodo quejarse, lastimeros y quejumbrosos? ¿Más cómodo asolearse o mojarse, en la plaza? ¿Más cómodo, muchísimo más cómodo, no pensar? ¿No comprometerse? ¿Fuego, otra vez, AK 47? Muchos de los mismos quejosos, quejumbrosos y lastimeros –además– levantan su dedo acusador, sin capacidad alguna de mirarse en el espejo. Todos sin excepción alguna, nos debemos ver en el espejo, conocer nuestras virtudes y también nuestros defectos. ¿Toda la culpa, el pasado? ¿Antes de la conquista, el edén? ¿El edén, después de esta? ¿Edén de todos? ¡Por favor! ¿La independencia y los próceres, los culpables? ¿La Revolución del 71, la de la culpa, la culpa de todo? ¿La del 44, culpable, también, o solo inútil? El 54, el de la culpa? ¿La firma de La Paz, la culpable? ¿El culpable, los Estados Unidos de América? ¿Este gobierno, el de todas las culpas? ¿Absolutamente nada positivo, en nadie? Menos echar las culpas y un tanto más de introspección, ¿No les parece? Y puesto que en esta columnas me di a compartir historias, va la reproducción de estos versos populares para aquellos que, con dedo acusador, no son capaces de comprender sus propios privilegios y de verse en el espejo: “Cuentan de un sabio que un día tan pobre y mísero estaba que solo se sustentaba con las hierbas que él cogía. ¿Habrá otro, entre sí, decía, más pobre y triste que yo? Y, cuando el rostro volvió, halló la respuesta, viendo a otro sabio cogiendo las hierbas que él arrojó…” ¿Lamentos quejumbrosos y lastimeros, sin propuesta? ¿La plaza, sin propuesta? La propuesta es el cambio de la forma de elegir a los diputados que integran el Congreso y, así, permitir que sea el pueblo el que se instale en el Congreso, la reforma de un solo artículo de la Constitución, el 157, capaz de cambiarlo todo; el presupuesto y las leyes.