En Guatemala, y quizá en cualquier parte del mundo subdesarrollado, ser niño no es una oportunidad para ser feliz. Al contrario, es una faceta de la vida donde se concentra la mayor carga de inequidad, irrespeto a la dignidad y atropello a los más elementales valores humanos, sin la menor oportunidad de defensa, debido a la vulnerabilidad propia de la edad.
Por donde quiera que usted camine mira casos de niños maltratados, vejados, ante la mirada permisiva de un sistema social alcahuete, poco vigilante, y hasta practicante de reglas de castigo corporal, moral y emocional, bajo el pretexto aquel que al hijo se le corrige con vara. ¿Recuerda usted las veces que sus padres descargaron sobre su pequeña humanidad aquellos golpes que lo marcaron de por vida? En un acto de amor hacia sus progenitores y hasta como un mecanismo de ajuste de su personalidad quizá usted justifique esos golpes aduciendo que le hicieron una mejor persona. En el fondo, sabe que fue una víctima de la colérica actitud de ellos. ¡Bienaventurados aquellos padres que educan con amor y sin violencia! Para 2017, el Instituto Nacional de Estadística (INE) proyectaba la población que se ubica entre los cero y los 19 años de edad en 8 millones 367 mil 642 habitantes en el país. De esta población infanto-juvenil, una considerable cantidad está ubicada en ese grosero 59.3 por ciento que representa la pobreza en Guatemala, en cuyo seno persisten las condiciones objetivas que ponen en situación de riesgo a los niños, niñas y adolescentes. Por supuesto, no significa que en hogares con mayores recursos no haya violencia; sin embargo, está más visibilizada y, por tanto, más controlada.
¿Quién ejerce la violencia contra esta población desprotegida? Me temo que muchos actores. En primer lugar, algunos padres que no asumen su papel con amor, responsabilidad y correctas normas de convivencia social. A veces, estimulados por la frustración y poco control de sus emociones, producto de carencias económicas y de un régimen de seguridad social integral, los progenitores “se las cobran” con sus inocentes retoños.
Pero también existe una telaraña perniciosa que cubre de inseguridad y violencia a la niñez. Por un lado, un Estado que no garantiza el mínimo de condiciones favorables para que esta crezca sin tropiezos de ninguna índole. Por otro lado, una creciente situación de descomposición social que ejerce violencia física, psicológica y moral a la ciudadanía, y dentro de esta, a los niños, niñas y jóvenes. Este nocivo círculo violento termina convirtiendo a algunos de estos en seres antisociales, rebeldes con razón, revictimizados por un sistema jurídico que no ataca causas sino efectos.
Para colmo de males, Donald Trump está contribuyendo a esta dura realidad que sufren muchos infantes y jóvenes, desarticulando el incipiente tejido familiar al separarlos de sus padres, en un acto de brutal deshumanización del coloso del norte. Aliviados están estos niños y jóvenes, y negro su incierto porvenir.