Gerardo Castillo Ceballos
Profesor de la Facultad de Educación y Psicología de la Universidad de Navarra
La igualdad social significa que a todos los miembros de la sociedad, sin exclusión, se les reconozca la totalidad de sus derechos humanos, necesarios para alcanzar una justicia social (derechos políticos, económicos, etc.). Cuando se interpreta como “igualar a los desiguales”, la igualdad se transforma en igualitarismo. A ello ha contribuido decisivamente la progresiva ideologización del concepto.
Axel Kaiser, en su ensayo “La tiranía de la igualdad” sostiene que “lo que al igualitarista le importa no es que todos tengan mejor salud o educación, sino que todos tengan la misma. Por eso deben eliminar el mercado, pues si lo toleran no se cumple el estándar totalitario que buscan. Se trata así de pura ideología, de la visión del mundo que, según ellos, es justa y que debe imponerse al resto.”
Pretender que una sociedad cuyos miembros son desiguales en esfuerzo y capacidad trate a todos por igual no es justo. El talento y la mediocridad no pueden situarse al mismo nivel. Para Aristóteles, tan injusto es tratar desigual a los iguales como igual a los desiguales.
Muchas veces la reivindicación de igualdad lo es de riqueza. Todos quieren ser iguales, pero iguales al que tiene más; nadie quiere ser igual al que tiene menos.
Hermann Tertsch afirma que el igualitarismo acaba con la libertad en nombre de la igualdad: “Mientras las sociedades más sólidas cuentan con resistencias claras a esta imposición forzosa del mínimo denominador común, otras más débiles -claramente la nuestra- se revelan inermes ante la ofensiva de este igualitarismo que quiere convertir nuestra sociedad en una inmensa granja de experimentación avícola, en la que se recortan las alas a todas las aves de la fauna para que tengan el vuelo de las gallinas. Y después convencerlas de que todas son aves de corral”.
Gonzalo F. de la Mora aclara que en la raíz del sentimiento igualitario hay un primer momento mimético: tener, hacer o ser lo mismo que el otro; lo patológico es que la imitación degenere en el deseo de rebajar al prójimo: que no sea, no haga o no tenga más. Esto último es el igualitarismo típico de la envidia, que hoy constituye una corriente social (“La envidia igualitaria”).
La envidia es un sentimiento de enojo contra otra persona que posee algo deseado por el envidioso, quien tiene el impulso de quitárselo o de hacerle daño.
Se cuenta que Agustín de Foxá, aristócrata y escritor de éxito, ideó una eficaz estrategia contra los envidiosos: “He empezado a hacer correr el rumor de que tengo una úlcera en el estómago”. Luego le llegaba este comentario: “No es mal escritor, pero está muy enfermo”.
Para González de la Mora, la envidia igualitaria nace de la situación de natural superioridad de otro que, supuestamente, le genera felicidad, y que el envidioso quiere hacer desaparecer. Para ello, todos los esfuerzos se consagran a rebajar al superior, exigiendo, por ello, la igualdad entre los inferiores y los superiores.
Algunas definiciones históricas de la envidia subrayan que brota de la inferioridad: “La envidia es una declaración de inferioridad” (Napoleón I); “La envidia es el homenaje que la mediocridad le rinde al talento” (Jackson Brown).
Los políticos demagogos establecen alianzas entre los envidiosos contra los envidiados. ¿No lo están haciendo actualmente los movimientos políticos populistas?
Javier Marías señala que en la envidia hay una novedad, propia de nuestro tiempo. “El desdeñoso profesional, el envidioso gratuito y universal ha dado un nuevo paso. En vez de limitarse a recelar y rabiar, o a alzar la barbilla con anticipado desprecio, se ha dicho: “¿Y por qué no yo?”. En gran medida se debe a que ha comprobado lo barata que hoy sale la fama”.
La envidia igualitaria afecta más a los jóvenes que a los mayores; ocurre cuando los primeros ven que otros disfrutan de algo que ellos desean. Esa es, al menos, la conclusión de un estudio titulado “Envidia, política y edad”, publicado en la revista americana “Frontieres in Psychology”. Esto significa que la envidia disminuye a medida que vamos madurando.
Las autoras del estudio, Harris y Henniger, creen que ello está muy relacionado con la frustración que produce en los jóvenes sentir que tienen muy poco poder de actuación para adecuar la realidad a sus expectativas. Añaden que durante la juventud es más fácil caer en la envidia, porque se anhelan demasiadas cosas que no se pueden conseguir. En cambio, a partir de cierta edad, si queremos algo, es probable que ya lo hayamos alcanzado; y si no lo tenemos, es porque no compensa el esfuerzo necesario para lograrlo, y hemos renunciado a ello. Por tanto, estamos menos frustrados.
Una vez más, de la necesidad hacemos virtud. Todo un consuelo…