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Flores y Frutos

Por: Ricardo Fernández Gracia, Director de la Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro

La expresión “naturaleza muerta” se aplicó tiempo después de haberse creado y desarrollado el género pictórico. Hacia 1650 encontramos en Holanda esa denominación, aunque comparte otros apelativos como cuadros de frutos, banquetes y refrigerios. Otro término muy difundido fue el de “stilleven” que, tomado del holandés, significa “modelo inerte” o naturaleza inmóvil. El pintor y teórico del arte alemán Joachim von Sandrart  se refería a este género pictórico, en 1675, como de “cosas en reposo”. Un siglo más tarde se acuñaría en Francia el término “naturaleza muerta”.

En los estatutos de la Real Academia francesa se establecía una jerarquía entre los géneros de pintura, y las naturalezas muertas o bodegones aparecían en el rango más bajo frente a la pintura de historia, que ocupaba el primer puesto. Esa consideración estuvo muy presente en el siglo XVII y algunos pintores, como Caravaggio y los naturalistas, se rebelaron contra aquel status.

En los bodegones destacan el estudio obsesivo de los objetos y su calidad material, reproducida con enorme realismo, meticulosidad, e incluso preciosismo. En muchas ocasiones, flores y frutos se incorporaron a los cuadros denominados devanitas, señalando su carácter transitorio y caduco, como la vida, sus placeres y vanaglorias.

Del naturalismo del Gótico a las guirnaldas renacentistas

A lo largo del período románico, la vegetación fue generalmente de tipo esquemático y las hojas de acanto tuvieron un gran eco en los capiteles de portadas y claustros. En los monasterios cistercienses encontramos hojas de naturalismo incipiente y otras de aspecto plenamente realista, como se puede ver en el monasterio de La Oliva. La llegada del Gótico trajo consigo el triunfo del naturalismo, que se aprecia con claridad en los temas vegetales. Las hojas de higuera, hiedra, acebo, vid o roble conforman un follaje vivo y realista con el que se cubren capiteles, frisos o arquivoltas. La policromía, en muchos casos, refrendaba el naturalismo de todo aquel repertorio vegetal.

Las arquivoltas de la portada de Santa María de Olite o los capiteles de la Catedral de Pamplona constituyen ejemplos singulares. Las hojas de castaño tuvieron un especial eco en las manifestaciones artísticas de la época de Carlos III el Noble, por constituir la divisa del monarca, y así las encontramos en decoración monumental y en el propio cáliz que el rey regaló al santuario de Ujué. A la munificencia del mismo monarca se debió la adición de estancias en el castillo de Tudela. Entre 1388 y 1391 empleó allí a artistas navarros cristianos y moros y a pintores de otras procedencias para conseguir un ambiente destacado. La cámara real se adornó con diez manzanas colgantes de oro, algunas de ellas acompañadas de hojas. Como es sabido, la manzana se asociaba generalmente con el pecado, el deseo o el amor carnal, pero también podía simbolizar juventud, rejuvenecimiento y frescura, significados estos últimos más acordes con su ubicación en el castillo tudelano.

El siglo XVI daría cabida a las guirnaldas y ensartos de frutos para significar abundancia. De modo especial los encontramos rodeando escudos heráldicos y tondos con retratos en rejas, portadas, claustros, retablos y en piezas de orfebrería y bordados. A modo de ejemplo, podemos señalar la guirnalda que envuelve el escudo de la familia de los Eguía, en su casa de Estella. Las pulseras del retablo de Isaba, obra de Miguel Gárriz, fueron impuestas en la tasación de la obra, en 1560, en aras de ganar proporción. Su decoración incorporaría, por recomendación de los tasadores, unos “colgantes de hojas de frutas a la romana y las hojas bien abultadas”.

Pintura barroca

Los bodegones pictóricos que se conservan en Navarra en distintas colecciones particulares son, por lo general, obras importadas desde Valencia o Madrid. Nuestros pintores se enfrentaron con el modelo natural en contadas ocasiones. Así, sabemos que entre las obras de Juan de Landa (†1613), pintor y rey de armas, había bodegones “de cosas naturales”.

Muchos más testimonios de los objetos de naturaleza muerta se localizan en composiciones de contenido religioso. Bellísimas bandejas con frutos encontramos en las Sagradas Familias de Recoletas de Pamplona y de Comendadoras de Puente la Reina (Miguel Jacinto Meléndez, 1722). Rosas y azucenas de excelentes texturas figuran en la parte inferior de la Inmaculada Concepción de las Agustinas de San Pedro de Pamplona, obra de Marcos de Aguilera (†1620). Rosas, lirios y azucenas de brillante colorido presenta también la Inmaculada de Diego González de la Vega (1677) de las Benedictinas de Lumbier (hoy en Alzuza).

Las azucenas tienen gran cabida en las Anunciaciones, simbolizando la pureza de María. Capítulo notable constituyen las guirnaldas de la segunda mitad del siglo XVII, estudiadas por M. Orbe, en las que se ubican santos o escenas religiosas. Entre ellas, merecen especial mención un Calvario de Jacobo de Palma, el joven en Recoletas de Pamplona, sendos lienzos de Matías Guerrero en Araceli de Corella y algunas pinturas del círculo y taller de Vicente Berdusán. A este último pertenecen los búcaros con flores de las Anunciaciones de Tudela, Valtierra y Corella, así como unos sobrios conjuntos de naturaleza muerta en el Tránsito de San José del Carmen de Tudela y el San José con el Niño de Villafranca, o las flores que se esparcen por el suelo de la celda en la visión del collar de Santa Teresa de las Capuchinas de la misma ciudad.

Bellísimos y delicados ramos y ensartos de flores encontramos en el conjunto de retablos fingidos, de San Francisco de Viana, obra de la segunda década del siglo XVIII de Francisco del Plano, en la capilla de la Concepción de los Sartolo en San Jorge de Tudela, en el interior de la parroquia de Los Arcos (José Bravo, 1742) y en la cubierta del camarín de la Virgen del Yugo en Arguedas, obra de José Eleizegui (1728). Los jarrones de flores más espectaculares se ubican en el frente del sotocoro de la parroquia de Los Arcos, obra de José Bravo (1742-45) y en la cúpula del camarín de la Virgen del Romero de Cascante (1742), obra de Ignacio Díaz del Valle, pintor natural de Vitoria y establecido en la localidad ribera. En conjuntos de época rococó, como la sacristía de San Cernin de Pamplona (1774), también encontramos delicados floreros.

En las escenografías de los retablos

Los retablos barrocos, auténticas escenografías áureas habitadas por ángeles y santos, se decoran con  símbolos de abundancia en tiempos de escasez, de triunfo en momentos de discordia y postguerra y de la gloria para evocar la salvación del alma. Las cornucopias o cuernos de la abundancia tendrán un amplio desarrollo.

Con el tiempo, diversos frutos tan identificados con la huerta de Tudela entraron a formar parte del repertorio ornamental de los artistas de los talleres de la ciudad. Basta contemplar el retablo de Dominicas de Tudela (1689), Caparroso (1691) o Recoletas de Pamplona (1700), obras todas ellas de Francisco Gurrea y García, para contemplar alcachofas, cogollos y hojas de cardo de exquisita factura. Los contratos para la ejecución aportan testimonios escritos. El término “cogollos” aparece en numerosos  contratos. Para el retablo mayor de Caparroso (1691) se exigía a Gurrea que las seis grandes salomónicas que articulan su gran cuerpo se hiciesen “con sus cogollos a trechos en los altos de las vueltas, relevados y sueltos”.

Si en la talla se requería calidad y naturalismo, a fortiori se exigía lo mismo en los contratos de policromía, puesto que el color aportaba la última visión a los conjuntos. Al aragonés Francisco del Plano se le pedía en el compromiso para dorar el retablo de la Virgen del Yugo, en 1684, “columnas con los campos dorados y uvas y pámpanos imitados a lo natural”.

Exquisitas flores aparecen en algunos retablos de comienzos del siglo XVIII, como ocurre en Lumbier, Virgen de Jerusalén de Artajona (1717) y Navascués (1723) (procedente de Dominicos de Sangüesa), obras de Pedro Onofre y su yerno, Jerónimo Sánchez. Las flores, junto a lazos de telas, tienen un especial protagonismo en las yeserías de las capillas tudelanas de Santa Ana y del Espíritu Santo, así como en los retablos del segundo tercio del siglo XVIII. La presencia de flores y frutos en esos conjuntos hay que contextualizarla con el papel de todo lo sensorial en la cultura del Barroco, cuando se provocaba al individuo a través de los sentidos, mucho más vulnerables que el intelecto, conmoviéndole y enervándole.

Algunas cajas de órganos también presentan relieves con cornucopias y frutos diversos. Los grandes aletones laterales del órgano de Fitero (1660) lucen grandes hojas de higuera y ricos ensartos de frutos sostenidos por niños desnudos, entre los que se alojan ángeles con instrumentos musicales.

En las artes suntuarias

La platería del Renacimiento y del Barroco incorporó en sus diseños ricas guirnaldas. Las peanas de plata de la Virgen del Camino (1701-1702) o  San Fermín (1736) son un magnífico ejemplo. Algunos dibujos para los exámenes de plateros, estudiados por la profesora García Gainza, muestran la presencia de flores en bandejas, aguabenditeras y otras piezas. Asimismo, algunos grabados devocionales como los de San Gregorio Ostiense (1737) o la Virgen de las Maravillas también presentan plásticos elementos vegetales en sus composiciones. Lo mismo podemos decir de las letras capitales y ornatos de los cantorales y de algunas ilustraciones de libros editados en prensas pamplonesas, particularmente en algunas portadas, como la de la Novísima Recopilación, cuya estampa firma en 1735 Juan de la Cruz.

Los bordados también acudieron al repertorio de flores y frutas, como evidencian, el frontal napolitano de las Agustinas Recoletas (1665) y varias piezas de estética rococó de filiación aragonesa, como el terno de las Clarisas de Estella (Gualba, 1762), el repostero eucarístico del monasterio de Fitero y el palio de las Carmelitas Descalzas de Lesaca (1769).

En la pintura del siglo XX

El último tercio del siglo XIX preparó el terreno para que muchos alumnos de la Escuela de Dibujo en Pamplona y también en Tudela se iniciasen en el género del bodegón. Sin embargo, en su mayor parte no pasaron de ser obras para el consumo interno familiar y, en el mejor de los casos, para alguna institución regional. A lo largo del siglo XX, muchos pintores navarros se enfrentaron al bodegón con mayor o menor fortuna y originalidad. Desde Natalio Hualde, copiando modelos del siglo XVII, a Gerardo Sacristán, Crispín Martínez, César Muñoz Sola, Miguel Echauri o Ignacio Guibert, por citar algunos nombres. En una cueva de Corella vivió durante las tres últimas décadas de su vida Antonio Fernández Soler (1905-1989), especializado en espléndidos cuadros de flores, realizados con técnica impresionista.

Al igual que en otros géneros pictóricos, Javier Ciga dejó excepcionales muestras de flores y frutos, como tema en sus bodegones o como  detalles repletos de vida en algunas de sus sobresalientes creaciones. Como han hecho notar Carmen Alegría y Pello Fernández en sus estudios sobre el pintor, sus bodegones propiamente dichos pertenecen a distintos momentos de su producción. En ellos destacan no solo el tratamiento de los objetos y el rico colorido, sino el tratamiento de la luz aplicada de modo directo. Junto a varios bodegones con uvas y granadas de la segunda década del siglo XX y otro excepcional con hortalizas y objetos de metal firmado en 1911, destacan otros, sencillos y delicados, con distintas flores (margaritas, caléndulas, crisantemos) de la década de los cincuenta. Por lo que respecta a las grandes composiciones con presencia de piezas del natural, destacaremos un par de obras: el Mercado de Elizondo (1914) y Sagardian (1915), en donde sobresalen, por su tratamiento real, los cestos de manzanas, de evocación cezaniana, en distinto grado de maduración, fruto de su capacidad de observación y maestría y en el segundo caso, también, símbolo de vida, frescura y juventud.

Por lo que respecta a Miguel Pérez Torres, mencionaremos un lienzo pintado hacia 1933 con título de la Vendedora de verduras, en el que, como observa I. Urricelqui, la figura femenina que da título a la composición acaba en algo accesorio, al quedar absorbida por los numerosos productos de la huerta tudelana, dispuestos a modo de los grandes bodegones de la pintura flamenca del siglo XVII.

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