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El corazón de la santidad

Por: Ramiro Pellitero Iglesias, Profesor de la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra

Ha escrito el obispo de Vitoria, Juan Carlos Elizalde, que el corazón de la exhortación del Papa Francisco (Gaudete et exsultate) sobre la santidad es el discurso de las bienaventuranzas y la parábola del juicio final. Así es, no solo porque ocupan el capítulo central (tercero) del documento, sino porque representan la raíz y el centro de la santidad del cristiano.

Las bienaventuranzas constituyen, en efecto, “el carnet de identidad del cristiano”. En su libro La felicidad donde no se espera, escribe Jacques Philippe que el texto de las bienaventuranzas “contiene toda la novedad del Evangelio, toda su sabiduría y su fuerza para transformar en profundidad el corazón del hombre y renovar el mundo” (La felicidad donde no se espera: meditación sobre las bienaventuranzas, Rialp, Madrid 2018).

“En ellas –dice Francisco– se dibuja el rostro del Maestro, que estamos llamados a transparentar en lo cotidiano de nuestras vidas” (n. 63). Añade que las bienaventuranzas proponen un estilo de vida “a contracorriente”, respecto de muchas tendencias del ambiente actual. Un ambiente propagador del consumismo hedonista y de la polémica, del éxito fácil y las alegrías efímeras, de la posverdad y sus subterfugios, de la primacía del yo y del relativismo. En cambio, las bienaventuranzas –dice Philippe– proponen una “felicidad inesperada”, unida a una “sorpresa de Dios”, “un don gratuito del Espíritu consolador”…

Las bienaventuranzas, avisa el Papa, no son un propuesta fácil ni halagadora: “Solo podemos vivirlas si el Espíritu Santo nos invade con toda su potencia y nos libera de la debilidad del egoísmo, de la comunidad, del orgullo” (n. 65).

También J. Philippe subraya este papel del Espíritu Santo para hacernos vivir las bienaventuranzas, en el marco que Dios uno y Trino nos ofrece y nos da a participar. Al dibujar el rostro de Dios, las bienaventuranzas nos muestran también el rostro de Dios Padre: su misericordia, su ternura, su generosidad, que nos transforma interiormente y nos da un corazón nuevo. “Las bienaventuranzas no son otra cosa que la descripción de este corazón nuevo que el Espíritu Santo forma en nosotros, y que es el mismo corazón de Cristo”.

Por eso –recuerda este autor en su introducción– los teólogos medievales ponen en relación las bienaventuranzas con los siete dones del Espíritu. En ese sentido, las bienaventuranzas son una respuesta de Jesús a la pregunta por cómo acoger la obra del Espíritu Santo, la acción de la gracia divina. Son, a la vez, frutos y condiciones de la acción del Espíritu. En su coherencia y unidad profunda, las bienaventuranzas son camino personal de madurez humana y cristiana, y a la vez, marco necesario de la vida familiar, social y eclesial, camino y prenda del Reino de Dios.

Francisco subraya algún aspecto en cada bienaventuranza. Evangelios vinculan la “pobreza de espíritu” como virtud (que conduce a la libertad interior) a la pobreza “a secas”, que implica “una existencia austera y despojada” (n. 70) y compartir la vida de los más necesitados. Nos invitan a ser mansos, también como Jesús, a rechazar con humildad el engreimiento y a soportar los defectos de los demás, no escandalizarse de sus debilidades” (n. 72).

Nos invitan a “no disimular la realidad” (n. 75) dando la espalda al sufrimiento; a comprender, consolar y socorrer a los demás. A vivir la justicia en concreto, como se pedía ya en el Antiguo Testamento: con los oprimidos, los huérfanos y las viudas. A mirar y actuar con misericordia, dar y perdonar, sabiendo que en esa medida se nos juzgará a nosotros, pues todos nosotros somos “un ejército de perdonados” (n. 72).

Nos piden los Evangelios cuidar los deseos y las intenciones del corazón, rechazando “lo que no es sincero, sino solo cáscara y apariencia” (n. 84). Nos impulsan a buscar resolver los conflictos, ser artesanos de la paz, lo que requiere “serenidad, creatividad, sensibilidad y destreza” (n. 89). Nos animan a sobrellevar algunos  “problemas” que trae el camino de la santidad: las burlas, las calumnias, las persecuciones.

Todo ello está expresado maravillosamente por el “gran protocolo” por el que vamos a ser juzgados. Se trata de una explicación pormenorizada de aquella bienaventuranza que las representa a todas: la misericordia: “Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme” (Mt 25, 35-36). Este texto, escribe san Juan Pablo II, “no es una simple invitación a la caridad: es una página de cristología, que ilumina el Misterio de Cristo”. Apunta Francisco que “revela el mismo corazón de Cristo, sus sentimientos y opciones más profundas” (n. 96). E insiste en que la misericordia es el corazón palpitante del Evangelio (n. 97).

Subraya oportunamente monseñor Elizalde que es un error nocivo desvincular la acción caritativa de la relación personal con el Señor, ya que convierte la Iglesia en una ONG (cf. n. 100). Pero también que es un error ideológico sospechar sistemáticamente del compromiso social de los demás, “considerándolo algo superficial, mundano, secularista, inmanentista, comunista, populista” (n. 101).

Efectivamente. Como ya señalaron sus predecesores, san Juan Pablo II y Benedicto XVI,  Francisco declara necesario mantener vivas a la vez la promoción y defensa de la vida junto con la sensibilidad social por los necesitados: “La defensa del inocente que no ha nacido, por ejemplo, debe ser clara, firme y apasionada, porque allí está en juego la dignidad de la vida humana, siempre sagrada, y lo exige el amor a cada persona más allá de su desarrollo. Pero igualmente sagrada es la vida de los pobres que ya han nacido, que se debaten en la miseria, (…) y en toda forma de descarte” (n. 101). No es menos importante la migración que la bioética (cf. n. 102).

Termina el capitulo tercero de la Gaudete et exsultate con una llamada a la coherencia cristiana. El culto a Dios y la oración han de llevarnos a la misericordia con los demás, lo que es, según recuerda santo Tomás de Aquino, “el sacrificio que más le agrada” (S. Th, II-II, q30, a4). En cambio, como decía santa Teresa de Calcuta: “Si nos ocupamos demasiado de nosotros mismos, no nos quedará tiempo para los demás”.

Y así concluye el Papa con estas palabras certeras: “La fuerza del testimonio de los santos está en vivir las bienaventuranzas y el protocolo del juicio final. Son pocas palabras, sencillas, pero prácticas y válidas para todos, porque el cristianismo es principalmente para ser practicado, y si es también objeto de reflexión, eso solo es válido cuando nos ayuda a vivir el Evangelio en la vida cotidiana. Recomiendo vivamente releer con frecuencia estos grandes textos bíblicos, recordarlos, orar con ellos, intentar hacerlos carne. Nos harán bien, nos harán genuinamente felices” (n. 109).

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