Rony Elmer Orellana, el pequeño niño asesinado, carecía de arma alguna. En su caso no hubo ninguna necesidad de desarmarle, puesto que nunca estuvo armado y, sin embargo, no tuvo la suerte de aquellos soldados –los “soldaditos de la fábula (buena ha sido la insurgencia para inventarse sus historias)– que sin disparar ni una sola bala habrían sido por esta desarmados y que, ya desarmados, tan solo habrían recibido de sus captores “una regañada”- tal la orden que habría dado Luis Augusto Turcios Lima! Qué buenecitos y angelicales aquellos insurgentes! Lamentablemente, Rony Elmer Orellana, inocente niño a quien no fue necesario desarmar, no recibió regañada alguna sino una infame y despiadada cantidad de plomo. (“Agustito” –por lo visto, así llamaban cariñosamente a Turcios Lima– no fue quien comandara este ingrato operativo).
Nadie tendría que pedir perdón por una guerra que se hubiera emprendido contra la corrupción y la injusticia, ni por recibir el apoyo de sacerdotes católicos con el mismo compromiso –ningún perdón por la violencia–, ironías aparte por una guerra con justa causa, pero la realidad es que no se trató de guerra alguna sino de actos criminales: asesinatos, secuestros y extorsiones, el sueño revolucionario o el ansia de poder ¡Vaya Usted a saber! lo justificaba todo.
¿Combatir con delitos, los delitos? ¿Con injusticias, la injusticia? ¿Con infamia, las infamias? Los asesinos, secuestradores y extorsionistas de ese entonces (al igual que los lumpen asesinos, secuestradores y extorsionistas de todos los tiempos) no se arrepienten de sus crímenes, e incluso –hoy– los siguen ponderando, el lógico resultado de no haber tenido que pagar por los mismos ni de haber sabido aquilatar lo que era la amnistía, el generoso, ingrato y doloroso olvido, con tal de que la paz fuera posible.
Hoy (no entendimos la tragedia de los 36 años que hubimos de vivir) se persiste en la intención criminal de entonces –todo válido para alcanzar el poder– y en el mismo desprecio por la vida (quien no respeta una vida, ninguna respeta) haciendo héroes de quienes, al final de cuentas, no pasaron de asesinos. Linda es la fábula de “los soldaditos” que tan solo regañados pero no lo es la realidad irrefutable –Rony Elmer Orellana, el niño asesinado, y los asesinatos de los infelices policías en las garitas (tiro al blanco) y el asesinato a sangre fría de Karl von Spreti, como que si se tratara este justo varón de algo menos que un perro. Quien justifica un crimen, los justifica todos. ¿No logramos comprenderlo?
Podría escribirse una linda balada, la de los soldaditos desarmados (tal vez ya se haya escrito –preciosa como es “la fábula”– y así, traguitos van y folclor viene, se construyen las leyendas. “Y perdón por la violencia para hacer frente a la injusticia…” ¡Música, maestro, please! Los encantadores de serpientes, sin embargo, se encuentran, esta vez, con una inesperada piedra en el zapato, puesto que no dejaré pasar mentiras ni leyendas.
Entiendo el romanticismo insurgente, y no tengo por qué dudar, ¿acaso no es real la literatura?, de la leyenda de los soldados y de la generosidad del “comandante”. ¿Por qué no habría de tener algo e –incluso– mucho de bueno, aunque errado y confundido? Pero lo que sí es cierto –irrefutable– es el asesinato infame ¿Algún asesinato no lo es? de Rony Elmer Orellana, principio de decenas, centenares y miles de víctimas, después masacres y aldeas arrasadas: quien no respeta una vida, ninguna respeta, y quien alienta el crimen, aunque sea solo uno, los alienta todos. La ingratitud cometida con la población indígena, arrastrada literalmente a una lucha que le era absolutamente ajena, merecerá mi atención –si es necesario– en entregas sucesivas.
La insurgencia derrotada en el oriente se reinventó en el occidente con idéntico y único propósito, fábulas aparte, canciones y leyendas: alcanzar el poder.
La historia no admite un ultimátum que jamás se produjo el que, supuestamente, le habría hecho el jefe de las Fuerzas Armadas del Ejército de la Revolución, Francisco Javier Arana, al presidente Arévalo, ultimátum que este desmiente en su libro Despacho Presidencial, como tampoco admite órdenes de captura y decretos legislativos que jamás existieron –excusas que fueron para un crimen– el de Francisco Javier Arana –jamás destituido de su cargo y jamás orden de captura alguna emitida en su contra–, ni admite la historia omitir ese crimen, ni las “justificaciones” ¡A la soberbia humana! de ese “y otros crímenes” –uno a uno– el inexorable camino a todo lo ocurrido. ¿No pueden comprenderlo?
El final de la revolución plural de 1944 quedó zanjado con el asesinato de Francisco Javier Arana, a partir de aquel momento, ya usurpada, principio este del drama que hubimos de vivir, esta fecha, la de su asesinato, el 18 de julio de 1949, la que determina la polarización que, hasta la fecha, no logramos superar, el 54, un efecto y no la causa.
Se ha dictado sentencia –sentencia de primer grado– en el juicio llevado contra Francisco Luis Gordillo Martínez, juicio sustentado en una línea de mando que llegó a ser irregular en el conflicto irregular vivido jamás reconocida guerra alguna, ni nacional ni internacionalmente.
¿Violación? ¿Desaparición forzosa? La desaparición forzosa, de todos, el más execrable de los crímenes. ¡Cómo poder objetar su castigo!
¿Pero, fue Francisco Luis Gordillo Martínez el autor de esos crímenes? ¿Por línea de mando? ¿Qué caiga sobre él todo el peso de nuestras culpas, incluidas las culpas de la insurgencia, jamás sancionadas?
Justicia transicional, en uno o unos pocos, satisfecha. En este, o estos, todas las culpas. ¡Nunca más! ¿Cómo objetarlo, si de eso se tratara? Sin embargo, parecería ser que queda la deuda del primer asesinato, el primer asesinato, no castigado, que dejó abiertas las puertas de par en par a todos los asesinatos sucesivos, asesinato, incluso, ponderado. ¿Qué importa una vida ante el fin supremo de la revolución? Oímos que se clama por justicia, pero no oímos en quienes claman por esta, un lo siento.
Rony Elmer Orellana, niño de 9 años de edad, fue rociado de plomo, pero, ¿a quién le importa? sobre todo ¿qué importancia podría tener si, comparado con toda la tragedia posterior? e, incluso, si ¿solo comparada con la desaparición forzada de otro niño, un crimen que no cesa? Y, sin embargo, ¡claro que importa! su vida, fin en sí misma, milagro de Dios, irrepetible. Quien irrespeta una vida, ninguna respeta.
La sentencia contra Francisco Luis Gordillo Martínez y de los otros oficiales puede ser objeto de apelación especial y de casación, incluso de revisión y de las amnistías, vigentes, anteriores a la contenida en la Ley de Reconciliación Nacional, amnistías que no excluyen delito alguno o de nueva amnistía que, en todo esto, parecería ser que no se alcanza lo deseado, la sensación de que se hizo y que se hace justicia para todos.
No hubo necesidad de desarmarle, Rony Elmer Orellana (1061) el niño de 9 años cuya vida irrespetada, irrespeto que fue preludio del irrespeto de las otras, estaba obviamente desarmado. Quien irrespeta una vida, todas irrespeta. ¿Llegaremos algún día a comprenderlo?