Demasiado esfuerzo el realizado para que, al final de cuentas, paremos en lo mismo, puesto que las reformas electorales que se han propuesto –simples ocurrencias– reformas que gozan, además, del apoyo y del aplauso de la cada vez más ignorante clac mediática, conduciría ¡el peligro es inminente! a la perversa repetición de una realidad que ya vivimos, el férreo oligopolio y exclusivo club de “súper” partidos políticos (numerus clausus), esquema partidario que reinó por casi veinte años y que impidió –tajante– que cualquier otro grupo pudiera organizarse y competir para diputados y Presidente en las elecciones generales.
La presidencia y las diputaciones era un feudo que pertenecía con exclusividad absoluta a ese club de los escogidos, quedando para cualquier otro grupo político las migajas de la “política” municipal.
Los municipios, incluido el que conforma la ciudad de Guatemala, carecían de recursos, siendo la autonomía una hermosa aspiración constitucional, pero, al final de cuentas, imposible. Autonomía, sin recursos, no es autonomía.
Manuel Colom Argueta y Alberto Fuentes Mohr pagaron cara la osadía de pretender organizarse como partido político y llegar a romper el perverso y agotado esquema que, originalmente, se encontraba integrado por solo tres, los partidos MLN (Movimiento de Liberación Nacional), con sus raíces en la liberación de 1954; PID (Partido Institucional Democrático), surgido durante el gobierno militar de Enrique Peralta Azurdia; y PR (Partido Revolucionario), con raíces en la Revolución de 1944 y al que llegó a sumarse, cual colado y a regañadientes de los otros, bastante intruso, Democracia Cristiana Guatemalteca (DCG).
Del Gobierno de Arana Osorio (1970-1974) surgió CAO –Cantral Aranista Organizada– derivada en CAN (Central Auténtica Nacionalista), ya como partido político.
Cualquier otro grupo, ni soñarlo. Se necesitaban 50 mil firmas para constituir un partido y todo intento de inscripción podía impugnarse por cualquier ciudadano, siendo un ente sumiso el Registro Electoral, quien tenía la última palabra, el amparo, aunque existe, un avis rara. ¡Farsa de farsas!
A cambio de su apoyo a la candidatura de Romeo Lucas García, general del Ejército y exministro de la Defensa Nacional ¡Qué raro! se permitiría –tal el pacto celebrado– la inscripción como partido político de los grupos social-demócratas de Manuel Colom Argueta y Alberto Fuentes Mohr de tal forma que pudieran participar, ya como partido, en las elecciones de 1982, promesa que fue cumplida ¡Cruel sarcasmo! Ya que se inscribió el partido –pero con el macabro agregado del asesinato de sus líderes– Manuel Colom Argueta y Alberto Fuentes Mohr, asesinados: la teoría de la seguridad nacional, importada de la Escuela de las Américas, en su máximo apogeo.
Eran necesarias cincuenta mil afiliaciones, reitero, para constituir un partido político –farsa de farsas, ninguno las tenía– y haciéndose prácticamente imposible, así, con semejante requisito y la facilidad de impugnar, casi anónimamente, la formación de un partido, el oligopolio dominó por muchos años –casi veinte– toda actividad política electoral en cuanto a Presidencia y Congreso, en manos de esos pocos. ¿Será, acaso, que la imposibilidad de una expresión política electoral haya alimentado en algo la insurgencia? ¿Habrá alimentado, en algo, los 36 años de conflicto?
¿Usted qué piensa?
¿Cuál pudo haber sido la incidencia de esta imposibilidad de expresión política electoral en el surgimiento y consolidación de aquella opción armada, como oposición política? ¿Tan ciegos para no comprender que fue determinante?
Afirmando necedades, nuestros mediocres analistas y su clac mediática afirman y aplauden la mentira de que en las grandes democracias existen solamente dos, tres o –a lo sumo– cuatro partidos políticos.
¿A quién se le ocurrió ese óptimo de dos y, “a lo sumo” cuatro, cuando la verdad es que, precisamente, en las grandes democracias son muchos los partidos existentes siendo el electorado el que determina, con su voto, los visibles?
Podría pensarse que en el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte pudieran existir únicamente dos partidos políticos, el Conservador y el Laborista pero, la verdad, es que existen muchos otros, liberal-demócratas, verdes, independientes y que podrían existir cuantos quisieran constituir los electores ausentes las zancadillas para la participación política: son los electores los únicos que deciden cuántos de los partidos se convierten en fuerzas dominantes.
Para integrar la Cámara de los Comunes –Congreso– inscripción libre, incluso, del candidato a diputado (MP, miembro del Parlamento) sin necesidad de partido.
¿Muchos, 10 partidos políticos? ¿Muchos, 25? Cien podría haber –ya los hubo recién iniciada la democracia española, por ejemplo– que será el elector quien se encargue de establecer los que algo representen, los demás, excluidos por los votos, incapaces de representación parlamentaria alguna.
Aunque también dos, los dominantes, son varios los partidos políticos que tiene Costa Rica, incluido el partido comunista; Costa Rica, otra gran democracia.
Que dos o tres o a lo sumo cuatro sean los que se permita, sea por mandato expreso o por el establecimiento de absurdos requisitos –confiando en la democracia interna de los partidos para que, a pesar de ser pocos– exista oportunidad de participación de todo ciudadano, no es más que wishful thinking, pajaritos preñados: Se trata la de los mega partidos –la de los pocos partidos– de una realidad que ya la vivimos y de la que ya pudimos ver sus resultados.
¿Garantizar, desde el Estado, la democracia interna de los partidos? ¡Por favor!
Lo ideal en lo que al Congreso se refiere es que todo ciudadano pueda inscribirse como candidato a diputado sin necesidad de que le inscriba un partido político. ¡Ninguna cortapisa para la participación electoral! lo que equivale a afirmar que podría haber tantas opciones electorales como ciudadanos existan, extremo que, obviamente, jamás llega a darse. Ni dada parecido: si quiere hacerlo puede inscribirse como candidato
–el poder lo tiene– pero opta por otros para, a través suyo, estar representado.
¿Cuál es el miedo por una democracia de verdad? ¿Tanto, el miedo, que se nos quiere conducir de regreso a una realidad que ya vivimos, realidad por demás ingrata?
La social democracia hubo de limitarse a lo municipal, vedados para esta la presidencia y el parlamento (Manuel Colom Argueta y Lionel Ponciano, debiendo manejarse sin recursos, los pocos –incluso– pignorados: EDOM, primer paso a desnivel, el de la zona 4; Puente del Incienso, inteligente relación con el Gobierno de Arana, grandes colectores, obra proseguida por el alcalde-intendente José Angel Lee, recuperación de la red de distribución de agua, plaza mayor…
Abundio Maldonado hubo de optar por la alcaldía, carente de partido que le postulara, vedada para él la presidencia.
¡Ah, el oligopolio de partidos, oligopolio al que –como panacea– se nos pretende regresar!
Cambios y cambios para que, al final de cuentas, se persista en lo mismo.
Lo único que puede conducir a un cambio verdadero es la reforma del artículo 157 de la Constitución, artículo que determina la forma de elegir diputados, incluso, cuando se trata de elegirles para integrar una Asamblea Nacional Constituyente, artículo que determina la lista nacional de diputados, los distritos inmensos, los también inmensos listados distritales y la forma oscura de adjudicar los cargos. ¡Nadie sabe quién es su diputado!
¿Por qué no –en vez de tantas limitaciones y ocurrencias, limitaciones y ocurrencias que conducen a lo mismo– no optamos por darnos libertad?
¿Elecciones a mitad de período para renovar el Congreso? Una experiencia también ya vivida: el partido de Gobierno ¡Brujo! arrasando en las mismas…
¿Revocatoria del mandato? ¿Y no suficiente la inestabilidad habida, para incluso incrementarla? ¿Por qué no, mejor, un mandato corto y contundente de dos años para el diputado, electo este en distrito pequeño que elige un solo diputado, la reelección, su premio; su no reelección, el castigo? La clave de todo se encuentra en el Congreso, en sus manos el presupuesto y las leyes, la fiscalización política de la ejecución presupuestaria, –aprueba o no la ejecución realizada– y en sus manos la fiscalización política del ejercicio del poder.
Si no cambia la forma en que se elige a los diputados, si persiste el listado nacional y si persisten los distritos inmensos, con los consecuentes listados distritales, volverá a repetirse lo mismo.
El problema no lo constituye quienes lo integran; sino la forma en que se les elige y fiscaliza.
Tratar de ofrecer, como solución, la existencia de unos pocos partidos políticos, dos, tres, cuatro ¿cuál sería, ese número ideal? es una más de las ocurrencias que esquivan enfrentar el problema, el problema de verdad: la forma de elegir a los diputados que integran el Congreso y su consecuente derivado: El Congreso.