Por: Ricardo Fernández Gracia, director de la Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro
Desde hace siglos, hubo personas que decidieron dedicar su vida a Dios, bien de forma aislada, en completa soledad, o agrupados en pequeñas comunidades. En este último caso fue necesario crear un pequeño microcosmos propio, autosuficiente y bien organizado para posibilitar el culto divino y cubrir las necesidades vitales. De ese modo nació la arquitectura monacal a lo largo de la Edad Media, y se desarrolló con las órdenes mendicantes y reformadas más tarde en las distintas tipologías conventuales.
El libro de Braunfels sobre La arquitectura monacal en Occidente resulta fundamental para entender y comprender todo aquel fenómeno. La Edad Moderna, con la eclosión de numerosas fundaciones, Pamplona y Tudela se conformaron en ciudades-convento, obedeciendo a una de las características del urbanismo hispano del siglo XVII.
Lo fundamental para recrear la vida conventual son los grandes conjuntos arquitectónicos que nos hablan de una vida en común con sus refectorios, cocinas, bibliotecas, dormitorios, iglesias, locutorios y huertas. Incluso la fotografía escasea en un contexto que, en general, la consideraba poco edificante y pudorosa, más bien banal y reñida con los ideales de humildad y desasimiento de la vida religiosa.
Monumentales testigos: de los conjuntos cistercienses a los conventos barrocos
Navarra cuenta con grandes conjuntos de arquitectura de los hijos de san Bernardo. Grandes especialistas se han preguntado si existió un estilo cistercienses. En lo formal y estructural hay que responder negativamente, aunque desde el punto de vista de la organización de un monasterio, la contestación debe ser afirmativa. Precisamente sobre los planos de sus abadías ha escrito Braunfels: “El plano del monasterio cisterciense ideal representa un organismo muy madurado, en el cual se ha previsto todo, donde se ha evitado cualquier detalle superfluo, capaz de ser construido por elementos de iguales características y donde el templo solo ocupa un lugar de honor gracias a sus mayores dimensiones. La severidad y la claridad dominan la estructura de la planta”.
La austeridad y el equilibrio entre la oración, la lectura y el trabajo manual marcaron la vida de los monjes blancos, que desde Portugal a Cataluña crearon 75 monasterios masculinos. Navarra ocupó un lugar destacado en este panorama, con las casas de Fitero (1140), La Oliva (1149), Iranzu (1178), Leire (1237) y Marcilla (1407), junto al femenino de Tulebras (1153).
De los conjuntos de órdenes mendicantes que existieron, lo más destacable es el conjunto del convento de Predicadores de Estella, que, a juicio del profesor Martínez de Aguirre, no solo es la obra más importante de la arquitectura mendicante medieval navarra, sino también el convento dominico de mayor relevancia en el panorama peninsular del siglo XIII.
El otro gran conjunto de arquitectura conventual lo constituyen los edificios barrocos, fundamentalmente de carmelitas descalzos en sus ramas masculina y femenina. Con esquemas repetitivos destacan Recoletas de Pamplona, con planos del propio Juan Gómez de Mora, los Carmelitas Descalzos de Pamplona, Benedictinas de Corella, Concepcionistas de Tafalla, Dominicas de Tudela y Franciscanos de Viana, entre otros ejemplos del siglo XVII. En la siguiente centuria se erigieron destacados ejemplos, como las Clarisas de Arizcun, los Franciscanos de Olite o las Carmelitas de Lesaca, del que conservamos los planos originales del arquitecto de la orden fray José de San Juan de La Cruz.
El elemento organizador de todos aquellos microcosmos que eran los monasterios y conventos, desde el punto de vista tipológico y de organización, fue el claustro, presente en la arquitectura monacal desde la segunda mitad del siglo XI y que se fue configurando como centro neurálgico de los monasterios, ya que daba paso a la iglesia, al capítulo, al refectorio y a las grandes escaleras que comunicaban con las ricas bibliotecas, dormitorios y otras estancias ubicadas en el piso superior.
Ora et labora: las horas canónicas y el trabajo manual
Las ediciones de las reglas monásticas y algunos manuscritos con indicaciones precisas acerca del devenir diario, dan cuenta de horarios, comidas, vigilias y cultos de la vida en común, en invierno, verano y en los diferentes tiempos litúrgicos, particularmente en adviento y cuaresma. Los distintos carismas hacían que la vida regular se adaptase a los mismos. Así los capuchinos de Extramuros de Pamplona, dedicaban gran parte del tiempo a las confesiones, a ayudar a bien morir, a la predicación y las misiones. De las Agustinas Recoletas de Pamplona sabemos que en el siglo XVII se levantaban desde la Santa Cruz de septiembre a la de mayo a las cinco y media, realizando el Oficio Parvo de Nuestra Señora, oración mental, meditación, misa, tercia y todas las horas canónicas alternándolas con el trabajo manual. En verano, la hora de levantarse era las cuatro y media, pero había siesta de doce a una. El tiempo de ayuno iba desde la Santa Cruz de septiembre a Navidad, y desde septuagésima hasta Pascua Florida. En Tulebras la jornada iba desde las 4,40 a las 20,45 en una jornada perfectamente repleta de rezos, trabajo y un descanso.
Sillerías, instrumentos musicales, estantes repletos de libros en sus bibliotecas, alacenas con partituras, ajuar y amueblamiento litúrgico han formado parte de los conjuntos medievales y modernos y nos hablan de patrimonio material e inmaterial. Parte de ello aún se conserva, algo que no deja de llamar la atención, si tenemos en cuentas las funestas consecuencias de la desamortización decimonónica y la precariedad de medios con la que han tenido que sobrevivir muchas de las comunidades.
La pequeña campana con su yugo ubicada cerca de la portería marcaba el ritmo de oración, trabajo, visitas, llamadas a un religioso o una religiosa con unos toques que cualquier miembro de la comunidad conocía perfectamente, diferenciados por número de campanadas y secuenciación de los mismos. Las Capuchinas de Tudela, siguiendo una costumbre de la orden de gran austeridad, utilizaban en vez de la campana una teja que con su sonido más ronco ponía su particular nota a la vida comunitaria.