Vale la pena parafrasear la frase de Bill Clinton que refirió a la economía porque parecería ser que existe un afán entre nosotros por no comprender la importancia –vital– del Congreso de la República, Organismo en cuyas manos se encuentran las más importantes decisiones nacionales, entre estas ¡Suficiente! definir el presupuesto (en otras palabras, decidir sobre los ingresos y los gastos públicos: cuánto y en qué gastar y de dónde y cómo obtener lo necesario) así como aprobar, o improbar, su ejecución y –tan importante como esto– quizá más la emisión de las leyes.
It is the Congress, Stupid –vale la pena repetirlo– que, si no cambia el Congreso, nada –absolutamente nada– podría cambiar entre nosotros.
Son muchos quienes opinan que el Congreso no debería tener a su cargo la definición del presupuesto pero el caso que esta es –precisamente – la razón de ser del Parlamento– la razón que determinó su surgimiento: la necesidad de que se pactaran los impuestos y los gastos.
La monarquía absoluta –sin parlamento –disponía, por sí y ante sí sobre los impuestos a pagar y, de igual forma, en qué gastarlos.
La necesidad de poner un hasta aquí a semejante arbitrariedad es lo que explica el surgimiento del parlamento y, así, organizado el pueblo, en parlamento –representado ya en este– pactó con la Corona los tributos y le puso límite a sus gastos.
La definición de los impuestos habría de surgir del propio pueblo, así como cualquier endeudamiento y habrían de ser, los gastos, tan sólo aquellos que aprobara. Quitar al Parlamento –al Congreso en nuestro caso– su potestad presupuestaria –su potestad de definir el presupuesto y aprobar o improbar su ejecución– sería quitarle lo más importante de sí mismo y lo que justifica su existencia.
¿Quién definiría, si no el Congreso, el presupuesto? ¿Un grupo de técnicos? ¿Acaso tres notables?
¡Por favor!
El problema no es que el Congreso defina el presupuesto y que apruebe o impruebe la ejecución presupuestaria, no siéndolo, tampoco, que sea el Congreso quien formule las leyes, sino que el pueblo no se siente –ni está– representado para hacerlo, percepción y realidad que solamente se podrá cambiar si se cambia la forma de elegir a los diputados que lo integran.
Para cambiar esa forma es preciso cambiar el artículo 157 de la Constitución, reforma constitucional esta que es la única necesaria e introducir con ella el sistema electoral de los distritos pequeños: Se inscribe como candidato todo ciudadano que quiera serlo, sin necesidad de partido y dejan de existir el listado nacional y los listados distritales ¡Usted sabrá, finalmente, quién es su diputado! las campañas se hacen cortas y baratas y el mandato reducido a tan sólo dos años, es la espada del elector, omnipresente, con el posible premio o el castigo.
Existen quienes piensan que el diputado no debería tener la posibilidad de reelegirse pero esto riñe con el deseable control que debe conservar el elector sobre el electo: si lo hace bien, la reelección pero, si mal, “la echada del Congreso”.
¿Un cambio –de verdad– en Guatemala? Pues bien, no olvidemos la frase: “It is the Congress, Stupid“