Emitir el sufragio debe ser un ejercicio racional, no emocional.
Votar es la acción que permite ejercer un derecho para decidir respecto de una situación trascendente, mientras que botar es una práctica, intencional o no, para desprenderse de algo.
El acto generalizado de botar ha acompañado a la humanidad desde su surgimiento, en tanto que votar apenas empezó a ser opción, en el caso de nuestro país, a mediados del siglo pasado.
Y es que el acercamiento con las urnas durante mucho tiempo fue relativo, primero por la exclusión sufrida por amplios sectores, y después porque la autoridad irrespetaba la inclinación del votante.
Con la implantación de la democracia representativa, Guatemala ha recorrido 32 años y 8 procesos electorales en los que ha contado el sufragio del pueblo, lapso en el que este ha ido evolucionando.
Puede hablarse de una maduración de la ciudadanía, en especial la urbana, porque ha modificado la postura asumida en los años ochenta y noventa de votar y nada más, por la de la segunda década de los dos mil cuando se ha inmerso en una virtual auditoría del desempeño de los políticos electos.
De esa manera hemos presenciado los acontecimientos de hace 2 años y los de la semana pasada, estos últimos centrados en el Congreso de la República. Fundado en 1825 y establecido con las características vigentes en 1945, el poder Legislativo reúne hoy a “158 representantes del pueblo y dignatarios de la nación que deben velar por el prestigio de ese organismo, marco que los coloca como responsables ante la sociedad por su conducta”.
Ocupar un escaño parlamentario requiere cumplir con ser guatemalteco/a y estar en el ejercicio de los derechos ciudadanos, exigencias que llena la mayoría de quienes rebasan los 18 años de edad.
A juzgar por las reacciones, no solo de quienes protestan en las calles, sino de quienes comentan en redes sociales y en espacios más íntimos, la sensación es que el voto se ha botado.
Menciono lo anterior porque una parte de los y las legisladores desprestigia la función, otra se representa a sí misma y no son escasas las actuaciones indignas; por supuesto, hay un porcentaje que se desenvuelve como dictan los cánones éticos y legales, pero es una minoría.
Resulta fundamental, en ese contexto, preguntar cómo vota la gente: ¿evalúa y conoce al candidato? ¿el sufragio es racional o emocional? ¿pesa la propuesta o la canción y el regalo?
Sin duda, nuestra treintañera democracia requiere reformas, tarea ineludible para los políticos y un compromiso de la población a fin de romper la perversidad del sistema.
Un cambio de actitud al votar significa, entonces, verdadera educación cívico-política en los comicios generales y también en los de los colegios profesionales, direcciones, decanatos y Rectoría de la Universidad de San Carlos y demás espacios de incidencia y relevancia nacional en los que la ingenuidad o el desinterés popular han derivado en arrepentimientos.