Tener una sociedad mejor nutrida, mejor educada y en condiciones dignas de vida nos conviene a todos.
Había una vez una linda jovencita que vivía en uno de los asentamientos de la capital, quien soñaba con su príncipe encantado: guapo, joven, rubio y adinerado. “No importa que no me quiera”, se decía a sí misma. Y agregaba: “El amor vendrá después. Lo importante es que me saque de esta miseria en que me encuentro”.
Los años pasaron, y de tanto poner de cabeza a san Antonio, y encenderle muchas velas rojas, un día, como por encanto, un muchacho le pidió auxilio. Le acababan de robar su carro en el puente del Incienso. Encarnaba al tipo de sus sueños. Ella le prestó su “frijolito” para que él hiciera una llamada y llegaran en su auxilio. Mientras esperaban, entablaron aquella dulce conversación que finalmente los llevaría al matrimonio.
Claro que la anterior anécdota solo sucede en los cuentos de hadas y príncipes. En la vida real, nuestro país es dicotómico; es decir, está divido en dos mundos diametralmente opuestos: pocos que tienen mucho, y muchos que tienen poco, o nada.
En los últimos diez años, en vez de mejorar hemos ido de mal en peor. Según datos estadísticos, el nivel de pobreza alcanza el 63 por ciento. De este, el 29 por ciento padece pobreza extrema; es decir, familias cuyos ingresos no les alcanza siquiera para cubrir sus necesidades más elementales. Subsisten, bajo la mirada indiferente de quienes gozan de altos estándares de riqueza acumulada.
Este no es un discurso de izquierda, como podría pensarse. Es una pálida radiografía de la realidad guatemalteca.
No existe un pacto de solidaridad que constituya el brazo social de quienes tienen holgadas posibilidades de producir riqueza, puesto que cuentan con educación, capital suficiente y medios de producción disponibles en favor de ese alto porcentaje de guatemaltecos que vive por debajo de la línea de la pobreza.
Este brazo social debiera concretarse en una legislación que garantice una distribución de las ganancias marginales (el marxismo las llama plusvalía), es decir, aquellas que se quedan en el bolsillo de las empresas, luego del porcentaje normal de rentabilidad que estas les generan. Esta bolsa de recursos debiera destinarse a elevar el nivel de vida de los más desprotegidos. Al final de cuentas estas inversiones tendrían una tasa de retorno a las empresas por la vía del consumo.
Actualmente algunas empresas han creado fundaciones dizque para beneficios sociales. Sin embargo, la experiencia da cuenta que se han constituido muchas de ellas en mecanismos para evadir impuestos y, en el menor de los casos, para calmar la conciencia de sus propietarios.
Quizá haga falta un poco de presión desde lo legal para que se dé el efecto de rebalse de la producción en beneficio de los más necesitados. Tener una sociedad mejor nutrida, mejor educada y en condiciones dignas de vida nos conviene a todos. A lo mejor los ricos encuentren en la pobreza su inspiración para ser mejores guatemaltecos. ¡Quién sabe!