Hela la sangre la forma tan desalmada e indignante de confesar públicamente con pelos y señales el vil asesinato cometido contra dos menores de edad, el 12 de febrero de este año, en el kilómetro 33, ruta de San Juan Sacatepéquez, al municipio de San Raymundo, departamento de Guatemala. Como si necesitáramos más actos de violencia y bestialidad que demuestren la descomposición social que vivimos en el país. Ello, como parte de una fraguada e inexplicable venganza entre familias, por la disputa de un terreno. Así de trastornada está nuestra sociedad, que lo que menos le importa y valora es el derecho a la vida.
Imagínese estimado lector ¿hasta dónde hemos llegado para solucionar las discrepancias de cualquier índole, dándole muerte sin misericordia a personas inocentes? Acuchillándolos para luego meter los cadáveres en costales y arrojarlos a la orilla de la carretera, como si se tratara de bolsas de basura, con la intención de enviar un mensaje a quienes los hoy aludidos culpan de haberlos despojado de una propiedad. Desgraciadamente, eso refleja, la ausencia de valores en todos los ámbitos de la vida diaria, sumado a la intolerancia e insensibilidad humana que redunda en el desprecio por la existencia.
Conductas inaceptables llenas de resentimiento e indiferencia hacia el prójimo, como la descrita anteriormente, no pueden seguir dándose y mucho menos permitiéndose en el seno de la sociedad, pues lo que genera es más violencia. La mentira, el odio, la corrupción, la impunidad, la injusticia, el robo, la extorsión y la violencia en sus diversas manifestaciones son factores que alientan a la descomposición social. Lo cierto del caso es que el secuestro y, posterior asesinato, de los niños Carlos Daniel Xiquin Top, de 9 años y Oscar Armando Top Cotzajay, de 11, solamente evidencian los altos niveles de deshumanización en los cuales hemos caído.
La desvalorización de los principios éticos y morales que décadas atrás rigieran y orientaran la vida social y personal sigue en marcado aumento, pues el comportamiento salvaje de personas como las implicadas en la muerte de los indefensos niños de San Juan Sacatepéquez, lo ponen de manifiesto. Palabras como las expresadas sin el mínimo pesar por el asesino confeso, Pedro Mejía: “Nosotros no somos asesinos ni secuestradores, somos comerciantes”, y “yo no quise torturar a los niños, no los torturé, les di una muerte rápida” resonarán siempre en los oídos de los familiares de las víctimas. Ahora bien, serán los tribunales de justicia los encargados de imponer severas penas a los responsables de ese hecho sangriento que conmocionó a la sociedad guatemalteca por la frialdad de su ejecución, sin siquiera inmutarse. No permitamos que los valores que han sostenido a generaciones pasadas se pierdan en la lontananza. Nuestra nación necesita edificar un futuro sin violencia para nuestra niñez y juventud sobre una base sólida de principios éticos y morales. Será responsabilidad nuestra continuar o no deshumanizándonos.