Por: Jessica Masaya Portocarrero
Cuando escribimos literatura somos subjetivos. No estamos transcribiendo algo que sucedió en realidad o lo que dijo otra persona, como en el periodismo. Mucho de nosotros será parte del resultado, pero la obra, ese universo autosuficiente y que se rige por sus propias reglas, debe prevalecer como lo más importante. Si es al revés, si nuestras creencias o ideologías se convierten en el hilo conductor, ya no será arte, sino panfleto.
Como grandes pensadores que han sido los escritores de todos los tiempos, casi todos han tenido sus ideas bien marcadas, y, no en pocos casos, hasta radicales. Sin embargo, la mayoría han sido artistas tan comprometidos con su quehacer literario que, a la hora de crear, han logrado obras que sobrepasan las posturas de todo tipo.
Dos ejemplos latinoamericanos son evidentes: García Márquez y su simpatía por Cuba y Fidel Castro, y Vargas Llosa apoyando los postulados del liberalismo. Mas, nadie duda de la calidad literaria de ambos.
¿Cómo lograron frenar sus (a veces incendiarios) discursos ideológicos para crear? Por ejemplo, el crítico español Fernando Lafuente se pregunta: “¿Cómo descubrir en los versos terribles, desesperanzados y brillantes de La tierra baldía, el conservadurismo de T. S. Eliot?”.
Al parecer, ambas cosas vienen de venas diferentes. Las ideologías y militancias son cerebrales y el arte nace de las entrañas y, principalmente, aunque suene cursi, del corazón. Otro ejemplo es James Joyce, quien, según Lafuente, despreció hasta el último minuto de su vida el feroz nacionalismo irlandés, pero dejó a Dublín enmarcado en el libro de oro de la prosa del siglo XX.
Aunque está claro que la escritura no debe basarse en ideales, considero deseable que el literato tenga una postura clara frente al mundo, pero siempre con la flexibilidad de escuchar al otro. Esa sensibilidad ante la propia cosmovisión y, también, la ajena le dará un panorama mucho más amplio para crear mundos literarios. Podrá concebir personajes distintos a su persona, y hasta opuestos, sin hacerlos una caricatura ni condenarlos a ser solo los villanos.
Quien quiera dedicarse a la literatura debe comprender que al acercarse a ella debe llegar con la humildad de un monje al templo, en silencio y con respeto por toda la humanidad.