Cuando Antonius Block (Max von Sydow) entró al confesionario, no imaginó que la Muerte (Bengt Ekerot) lo atendería:
“—Te oigo.
—Yo quiero entender, no creer. No debemos afirmar lo que no se logra demostrar. Quiero que Dios me tienda su mano, vuelva su rostro hacia mí y me hable.
—Pero continúa en silencio.
—Clamo a él en las tinieblas y desde las tinieblas nadie contesta a mis clamores.
— Tal vez no haya nadie.
—Pero entonces la vida perdería su sentido. Nadie puede vivir mirando a la muerte y sabiendo que camina hacia la nada.
—La mayoría de los hombres no piensan en la muerte ni en la nada.
—Pero un día, llegan al borde de la vida y tienen que enfrentarse a las tinieblas.
—Sí. Y cuando llegan…
—¡Calla! Sé lo que vas a decir. Que el miedo nos hace crear una imagen salvadora. Y esa imagen es lo que llamamos Dios”.
Esta es una cita de El séptimo sello. Y si empiezo así es porque el fin de semana perdimos al actor Martin Landau (Oscar por interpretar a Bela Lugosi en el filme Ed Wood, de Tim Burton) y al realizador George Romero, quien sentó las bases del cine zombie.
Una vez pregunté por qué nos sorprende la muerte de las estrellas de cine, y un psiquiatra me respondió que ellos, como intérpretes de mundos fantásticos perennes, nos recuerdan nuestra condición humana finita cuando mueren.
Pero la industria del cine tiene un as a su favor: se puede ser inmortal. Hoy, en algún teatro del mundo, la luna de Georges Méliès se queda tuerta una vez más, como ocurrió en 1902. Nosferatu vuelve a morir de cara al sol, como en 1922, mientras que Metropolis se convierte en una profecía de 1927. Todos sus actores ya están muertos, mas su obra permanece.
Si la muerte no fuera tan implacable, como la que Ingmar Bergman nos presentó en el Séptimo sello, si fuera más empática, como lo fue Brad Pitt en Meet Joe Black, sería fácil creer en un plano en el que todos conviviremos en paz.
“Todos estos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir”, Roy Batty (Blade Runner, 1982).
Sería un lugar como el Rick’s Cafe Americain, en el que Harold Lloyd y los hermanos Marx darían presentaciones en vivo, mientras el Charlot de Charles Chaplin interrumpiría para contarnos que el gran dictador está tan ocupado en la fábrica de Tiempos modernos, que ya no juega con el mundo.
Marlene Dietrich sería la invitada especial para ver como Humphrey Bogart e Ingrid Bergman disfrutan de su eterno París. En una esquina, Peter Sellers, solo por incordiar, interrumpiría a Christopher Lee quien intenta explicarme cómo se construye un villano. Y en el callejón Heath Ledger, Philip Seymour Hoffman y Brittany Murphy juegan al avioncito. Oh muerte, tan ruda y amarga,tan absoluta. Que este sea un tributo a todo lo que arrebatas.