Una de las primeras veces que acudimos solos al cine con mi hermano fue a ver The Lion King. En aquel 1994, fue la sala Aries o Tauro la que nos transportó a las planicies del Serengueti al ritmo de Hakuna matata. Quizá pagamos ocho quetzales y fuimos felices. Pero comencé a aprender inglés y la vi en su idioma original, la disfruté más.
Poco a poco, eso de ser cinéfilo de la oferta estadounidense se fue gestando en mí. Al paso que crecía fui más asiduo y a la vez exigente, pues uno se la quiere pasar bien en la sala del cine. Algo que de unos años para acá no se logra en Guatemala. El comportamiento errático del asistente promedio hace querer pedir que se prohíba el ingreso de personas con un coeficiente de dos dígitos. Sumemos la persona que come con la boca abierta, la que hace ruido al masticar o lleva comida olorosa, es decir, la oferta culinaria hace que ir al cine sea como ver una película en la cocina.
Agreguemos también al espectador que patea el respaldo del asiento. La que comenta la cinta, habla con el personaje de la pantalla o mi favorita, la que lleva lactantes. Rogue One la ví al lado de un bebé. Por si fuera poco, ahora ya no nos podemos cambiar de asiento si la sala está llena y debemos soportar al engendro que nos hace pasar mal la ida al cine hasta el final.
Tengo claro que no puedo exigir que la cadena limite el ingreso de espectadores de IQ bajo, aunque debería hacerlo. Lo sé, después de todo es una empresa y como tal quiere vender entradas. Lo que pase adentro no es su problema, supongo. Pero ese no es el punto que trato de explorar, es el comportamiento del asistente, cada vez más ignorante.
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