Un segundo después entra otro mensaje con esa palabra bien escrita. Interpretación: quien envía el mensaje no lo ha leído, pero sí lo leyó tras enviarlo. Pues lo hubiera corregido antes; sin embargo, se dejó llevar por la presión de la inmediatez, actuó bajo un automatismo irreflexivo y presionó a enviar sobre la marcha, casi sin terminar de escribir.
Por eso no debe interpretarse como un simple error, un desliz o un gazapo, no. Parece sugerir una ligera adicción, y también síntoma de un leve estrés. Ahora, me interesa resaltar que su reiteración suele suscitar, con el tiempo, una actitud de desidia hacia el trato social y ante el trabajo. El proceso se inicia al deslizarse por este itinerario: contestar con prisa, la prisa engendra atolondramiento y el atolondramiento es mal consejero. De ahí que, de ordinario, la respuesta puede resultar inoportuna, inconveniente, imprecisa o equívoca, además de mal escrita. Efecto de la excesiva espontaneidad Este mal proceder guarda una explicación psicológica:
Cualquier estímulo desencadena una emoción. Estas se caracterizan por desorganizar la afectividad de forma intensa y brusca, y mover a una reacción inmediata. Una reacción descompasada porque atiende más a la intensidad de la emoción que a la objetividad del estímulo desencadenante.
Cada mensaje enciende una emoción, más o menos intensa, positiva o negativa. Si nos abandonamos a esa pulsión afectiva seguramente reaccionaremos de forma desproporcionada. Quizá con un exabrupto o un elogio desmedido; tras unos minutos caemos en la cuenta de la desproporción (al igual que con la palabra mal escrita), pero el desaguisado ya navega por los océanos digitales. Es preciso rectificar o ajustar el mensaje, originado por la impulsividad emotiva.
En síntesis, conviene no olvidar la primacía del buen hacer sobre el mero hacer, incluso en lo menudo. Eso que tan bellamente expresó Machado, don Manuel: Despacito y buena letra, el hacer las cosas bien importa más que el hacerlas.
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