Nos acecha y nos golpea. Nos asusta y lastima.
Es un azote colectivo. Daña sin discriminación alguna. Sufre el pobre, padece el rico. Lo sobrellevan las sociedades con altos estándares de bienestar colectivo, como aquellas (como la nuestra) con múltiples carencias y nulas o inexistentes relaciones de institucionalidad con las personas. No logramos descifrar los precisos misterios de sus causas, de su constante vigilancia. En cada contexto social se encuentran enraizados los orígenes de sus desastrosos y devastadores impactos.
Si pudiéramos darnos el tiempo para ahondar en ellos, podríamos tal vez contrarrestarle con mayor eficiencia. Pero otros haberes no lo permitirán en breve En sociedades cuyo acceso a la tecnología es más cómodo, el auxilio de esta herramienta indudablemente efectúa una acertado disuasivo. Limita pero no impide. Y aun así se manifiesta en toda su crudeza cuando se presenta. En ciertos casos de expresión enfermiza, no hay selección de víctimas. Es al azar, quizás con la sola y nefasta circunstancia de encontrarse en el lugar preciso y en el momento exacto. Así ocurre en muchas ciudades, tal el recuento de los medios de comunicación y las redes sociales. En otros colectivos se expresa como la ruta hacia el desfogue en procura de la obtención de los propios intereses por encima de los demás. Muchas veces la conexión entre uno y otro actor tiene antecedentes de larga data.
Más allá de lo esperado. Más allá de lo concebido en una primera instancia. No tiene un rostro único, es variado, es diverso y el dolor causado por su desencadenamiento produce un vacío irremplazable. Una de las raíces más comúnmente aceptada está alrededor de la consecución o frustración de intereses particulares inalcanzados o en afanosa búsqueda por procurarlos. Los hay legítimos como también espurios. En la obtención de los logros personales o colectivos de grupos específicos hay comportamiento de héroes como de defraudadores. Así son los multivalores humanos en torno de nuestros ideales colectivos de convivencia. Y ahí está ella. Presente, latente. Nos acecha y nos golpea. Nos asusta y lastima intensamente. No entendemos la irracional violencia contra la mujer conviviente de un atormentado pero atroz agresor y delincuente. No comprendemos la génesis del conflicto llevado al extremo de la conflagración armada. Se nos escapa el razonamiento para acertar las razones de la voracidad por los recursos de fácil obtención. Si a esa, a la violencia, la deseamos tener lo más lejos posible. Pero la ingrata ingresa sin avisar, golpea latente, persistente, dolorosa y angustiosa, siempre nos desgarra, nos destroza, sobrecoge nuestra alma, hace sumisa nuestra convicción ante la irreparable pérdida ocasionada al presentarse ésta en nuestra zona íntima, singular y familiar.
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