Nunca amanece ayer, hoy es un tiempo a estrenar.
La primacía de las maneras y los comportamientos juveniles, incluso entre gentes ya talluditas, compone una de las notas inconfundibles de la sociocultura actual. De ahí la exaltación de la instantaneidad, característica típica de la adolescencia: apurar ardorosa y despreocupadamente el hoy, desconectándolo del resto de la existencia.
De esa actitud derivan estas manoseadas lindeces: “no me arrepiento de nada”; “simples experiencias”; “de todo se aprende”; “he evolucionado”. La más representativa sea, tal vez, “rehacer mi vida…”.
Frases que se suelen escuchar tras experiencias de desengaños, frustraciones, fracasos, deslealtades, desilusiones. Guardan en común el afán por anular o suprimir el pasado, ¡como si no hubiese ocurrido! Representan, sin más, una rabietilla adolescente, aunque se pronuncien con pretendida sinceridad. ¡Y, además, son psicológicamente insostenibles!, al menos por dos razones:
Primera, la psicología adolescente juzga los instantes como entidades inconexas, independientes. ¡Grueso error! La vida es única, irrepetible e irreversible. Lo hecho , hecho queda: y su eco retumba, incesantemente, en la historia personal. Ley inexorable. Segundo, a las acciones humanas acompaña siempre una huella emocional.
En una sociedad con gustos adolescentes, inmadura, arraigan esos mecanismos de escape que engendran unas vidas sin finalidad, con el único propósito de huir hacia adelante alocadamente, escudándose en una explosión de libertad. Sin embargo, los hechos permanecen cincelados en la biografía, como dicta el sentido común. Por ello, la actitud madura es avalar el pasado con un escrupuloso realismo.
Aceptar lo sucedido, y sus secuelas, con responsabilidad personal; hasta aquellos sucesos o situaciones en las que resultamos atropellados o víctimas. Desde ahí, hemos de construir nuestra felicidad.
Siempre entorpece mirar hacia atrás con nostalgia o amargor, porque atenaza o acurruca el ánimo, y desfigura al presente como revancha de antiguas frustraciones o nostalgias de tiempos mejores. Aferrarse, responsablemente, al hoy.
Aunque la noche esconde una embaucadora golosina: ¡amanece de nuevo! Nunca amanece ayer, hoy es un tiempo a estrenar, para emborracharse de vida. Disfrutar la existencia exige aceptar el pasado para proyectar el futuro desde el hoy, actitud que Séneca razonaba así: “También después de una mala [buena] cosecha hay que volver a sembrar”.
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