Un rayo no cae dos veces en el mismo lugar; y estadísticamente es imposible que una persona se gane el premio mayor de la lotería dos veces seguidas.
Hace muchísimos años, cuando estaba en la flor de mi juventud me ocurrió algo muy particular. Era un día domingo de un mes veraniego.
Había salido de mañana a comprar el periódico y a caminar un poco como solía hacerlo en esos días de descanso. Vivía en la zona 1 capitalina.
A la altura de la 9a. avenida y 17 calle de la zona 1, una muchacha se me acercó para saludarme. Tendría unos 25 años a lo sumo. Qué tal, me dijo. Hola, le respondí.
¿Puedo invitarlo a desayunar?, me dijo. Como habrá de suponerse, aquella extraña pregunta que provenía de una desconocida, joven, bonita, sola, me despertó un sentimiento de esos que enervan el celo del macho, y me dije para mis adentros: aquí hay oportunidad de pasar un domingo placentero.
Acepté de muy buena gana la invitación y entramos a la cafetería La Perla que teníamos enfrente. Nos sentamos, uno frente al otro pera vernos mejor. Escrutar la mirada de otra persona ayuda mucho a entender sus intenciones. Cómo te llamas, le pregunté. Ella me respondió, no importa mi nombre; tampoco preguntaré el tuyo.
Quiero aprovechar este momento para contarte mis penas, si no te molesta. Para nada, le dije; cuéntame.
Con la mirada perdida en un punto de la mesa cuyo mantel rojo reposaba, adornado de flores multicolores, inició entre sollozos su relato. A medida que iba ahondando en el monólogo desolador de su existencia, yo solo alcanzaba a decirle, tranquila, tranquila.
El desayuno fue una especie de ritual de confesión que yo escuché con paciencia franciscana, en tanto, aquel furor de macho iba desapareciendo y era desplazado por consejos y palabras de aliento. Ella, como pudo terminó su desayuno. Yo, como pude, terminé el mío.
Pedimos la cuenta; al momento de pagar me llevé la mano a la bolsa trasera de mi pantalón para sacar mi billetera, y ella me dijo: disculpa, yo te invité, yo pago. Dejé que lo hiciera, no sin antes emitir mi protesta. Gracias por escucharme, joven desconocido, me dijo. Me dio la mano y nos despedimos amablemente.
Dicen que un rayo no cae dos veces en el mismo lugar; y que es estadísticamente imposible que una persona se gane el premio mayor de la lotería dos veces seguidas. Sin embargo, hace pocos días tuve una experiencia similar a esta que acabo de narrar.
Estaba tomando un café en un restaurante de un centro comercial, cuando se me acercó una señora de unos 50 años y me preguntó si podía acompañarme. Le respondí que con mucho gusto.
Esta vez los celos de macho estuvieron reprimidos y tranquilos. La dama, entre llanto me comentó sus penas. Acaba de divorciarse y su esposo había ganado la custodia de sus hijos de 14 y 15 años.
La tranquilicé dándole mis puntos de vista. Ellos ya están grandes, y seguramente después de algún tiempo, la buscarán, le consolé. Con aquella experiencia previa, no le pregunté su nombre y ella tampoco me preguntó el mío. Aclaro, que esta vez, yo pagué los capuchinos.
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