Una vez más tenemos que lamentar pérdidas humanas derivado de la falta de conciencia y de eficaces medidas de prevención. Sabemos que habitamos un país vulnerable ante los desastres naturales, pero no queremos entenderlo hasta que es demasiado tarde y los daños son irreparables.
Cada invierno vuelven a producirse derrumbes, deslizamientos, socavamientos, inundaciones, en fin, el nombre es lo de menos, lo preocupante, desolador y triste son las vidas que se pierden en cada siniestro y que desnudan aún más la debilidad que tenemos como país magnificando la pobreza cuando se presentan dichas adversidades.
Nos hemos acostumbrado a que en cada estación lluviosa las cosas sucedan siempre así, hasta el punto de resignarnos a que nada puede hacerse. Vemos con absoluta normalidad viviendas a punto de derrumbarse en áreas de alto riesgo en las cuales residen mujeres embarazadas, niños y ancianos expuestos a que en cualquier momento ocurra una desgracia, como la del 7 de septiembre de este año en Santa Isabel II, jurisdicción de Villa Nueva, y en la cual fallecieron 9 personas, entre ellas el niño Jimmy Vega, de 8 años.
Según datos de la Coordinadora Nacional para la Reducción de Desastres (Conred), en la capital hay 199 sitios vulnerables a los deslizamientos y cerca de 300 en el área metropolitana. Aunado a eso, hay una ausencia de legislación rigurosa que permita la inmediata actuación de las autoridades en cuanto a desalojar a las personas que viven en esas áreas y ubicarlas en un albergue temporal mientras se dilucida su situación. Además, la falta de un estricto control en las construcciones de casas por parte de las instituciones involucradas en esa temática es evidente. Y como si fuera poco, la desidia y la negativa de los vecinos de los lugares en riesgo para acatar las advertencias de permanecer en esos sitios inhabitables por su inminente peligro definitivamente son factores repetitivos en las tragedias que cobran vidas humanas, pérdidas perfectamente prevenibles.
Vale recordar el caso paradigmático acaecido el 1 de octubre de 2015 en El Cambray II, en Santa Catarina Pinula, cuando un alud de grandes dimensiones sepultó parte de un caserío dejando cerca de 200 muertos y cientos de damnificados a quienes la vida les cambió rotundamente después del evento natural.
Aquí es en donde el Estado, las municipalidades y la iniciativa privada deben accionar para generar e implementar políticas de vivienda a corto y mediano plazo, acordes a las necesidades poblacionales, toda vez que la gente de escasos recursos financieros no corra riesgos innecesarios en los cuales peligre su existencia o la de su familia y no invadan cualquier terreno que más temprano que tarde puede convertirse en un cementerio. En consecuencia, la ciudadanía también debe hacer su parte en cuanto a promover y difundir la cultura de prevención que coadyuve a mitigar los desastres naturales, y así evitar que las personas que radican en esos inapropiados lugares pierdan la vida y la historia se repita.
Deja un comentario