Dos señoras están por allí. Nos rodean. Por mucho tiempo nos acompañan. Demasiado tal vez. De hecho, durante mucho de ese período a una de ellas hasta se llegó a admirarle sin empacho alguno. Se asumía que su asociación proveía un prestigio inalterable. Envidiable. Deseable. Una de las dos señoronas provocó un ascenso en varios campos de la actividad colectiva.
Los empresarios se ufanaban de su gran capacidad de seducción con el apoyo constante de las grandes señoras. Ponían y deshacían. De todo eran capaces y por rapaces otros más anhelaban tal compañía.
Pero no únicamente el poderoso de las señoras se ha valido. Es el que más provecho le ha sacado si bien es cierto, pero no es exclusivo.
Todos las han buscado y hasta para hacer las acciones más insignificantes de ellas han necesitado. Tan compañeras de tantos han sido, que algunos consideran creer a las grandes señoras como unas doñas intocables. Y con ellas, cada uno de los que con su auspicio han logrado alcanzar sus propósitos, sus metas, sus acumulaciones. Las grandes señoras a muchos han favorecido, pero por su culpa a cientos de miles, millones de guatemaltecos en realidad dañaron, menoscabaron, su dignidad pisoteó. Les denigró.
Con sus consejos, con sus habilidades, con sus prácticas, las grandes señoras pervierten y se divierten. Se hacen desear incontrolablemente, lo que las vuelve más grandes y poderosas. Al despertar el apetito en quien las enseñorea, rápidamente se pierde, se absorbe y se obnubila.
De ellas se nutren, pero con cada bocado en realidad se aniquilan. Se deshumanizan, se entroniza el egoísmo y la capacidad de discernir se disipa, se anula. Esas señoronas seducen y enloquecen hasta perder la razón. Orillan a las más bajas de las actitudes humanas. Con sus frivolidades atraen y atrapan y en sus redes han caído los que se hacen llamar honestos. Las grandes señoras por ello desde hace mucho tiempo nos acompañan.
Ambas juegan hasta con las leyes, las normas, las necesidades, las prioridades, los planes, los proyectos, las obras, las acciones gubernamentales y las no gubernamentales. Las públicas y las privadas. Las abiertas y las discretas. Las puras y las abyectas. Ambas viven y conviven con nosotros. A veces nos disgustan.
Pero parece que les toleramos sin desazón por erradicarlas. Son tantas las actividades en las que inciden que por ello les creemos todopoderosas.
Juegan con nuestros valores. Arrinconan los principios y agotan la resistencia al cambio. Por doquiera que se mire las señoronas están atentas a confundir. Persuaden con sus halagos. Cautivan con docilidad nuestros sentidos y nos enmudecen con los frutos de sus ardides.
Esas grandes señoras se resisten a marcharse de nuestra vida. O quizás somos nosotros los que no podemos deshacernos de ambas. Estamos tan maleados por la costumbre que hemos hecho de la corrupción y la impunidad dos grandes señoras, eternas compañeras de nuestras desgracias.
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