Me produjo un gran desconcierto.
Recuerdo la primera vez que escuché el nombre de Marai, íbamos con mi esposa y una amiga de 80 años por las calles de Roma, nuestra amiga se deslizaba con pericia en la hermosa ciudad en su carro compacto. En los últimos años, ella había ingresado a la universidad y estudiaba literatura en uno de esos programas que permite el bienestar europeo. El origen noble de su esposo le había ahorrado los desvelos de la universidad temprano en su vida, pero ahora viuda nos relató, con entusiasmo, el placer de estudiar y de haber descubierto a dos escritores checos, Milan Kundera y Sandor Marai. Esto me produjo un fuerte desconcierto.
Durante años había seguido la obra de Kundera, leído cada línea escrita por el autor de La insoportable levedad del ser, explorado su historia personal, la historia checa y fielmente buscado y leído cada autor que recomendaba. Kundera me puso a leer a los grandes de la novela centroeuropea, el corazón de la novela filosófica y cuna del espíritu del Occidente, según él. Sin embargo, nunca se cruzó ante mis ojos el nombre de Marai, algo que me parecía inverosímil si el entusiasmo de la hábil conductora chapina se correspondía con la realidad. Kundera me hizo volver al mapa de la novela de aquella región europea, al Hombre sin atributos, de Robert Musil; me hizo buscar la trilogía Los sonámbulos, de Herman Broch; desempolvar La cripta de los capuchinos, de Joseph Roth; envolverme de nuevo con la obra de Kafka, de Schnitzler, de Hofmannstahl, Zweig. Y Marai no apareció por ninguna parte.
Consulté, pero nadie me daba razón de este “estupendo checo”, como nos lo describió la baronesa italoguatemalteca. Al poco tiempo, desistí de mi búsqueda, atribuí la desorientación a la memoria, quizá a una invención inocente, un lapsus involuntario de una venerable anciana aristócrata que recorrió el mundo. Hasta que un día, en mis recorridos por King´s Road en Londres, durante mis rutinarias paradas por las librerías, en especial aquella junto al pub, The World´s End, ahí, escondido entre las novelas de Mailer, Melville, Mishima y Moravia, estaba un pequeño libro verde oscuro, un poco anodino, de nombre extraño en mi vocabulario inglés, Embers, es decir, rescoldo o cenizas, y que en español ha sido traducida como El último encuentro (1956), 53 años después, y al inglés 50 años. Lo había descubierto, no era una equivocación, ahí estaba el nombre sugerido. Pero no era checo, era húngaro, o austrohúngaro, perteneciente a un mundo que se hundió definitivamente en la Primera Guerra Mundial y que este magnífico autor explora y profundiza en sus novelas.
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