Entre este mar de asfalto está la posibilidad de eximirnos.
Ayer se celebró la fiesta de María. Bajo la advocación de la Virgen de la Asunción, se encuentran 2 capitales latinoamericanas, la de Guatemala y la ciudad de Asunción en Paraguay. Desde hace 400 años es la patrona de la ciudad de Juigalpa, Nicaragua. En ese país también es la titular de Nuevo Sébaco de la Asunción. En Brasil, la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción dio origen a la ciudad de Cabo Frío. También es la patrona de Chacas, Perú; de Cayey, Puerto Rico; del barrio Paleca, El Salvador. En el estado de Tabasco, México, protege a 2, localidades, Cupilco y Tacotalpa. El departamento de Oruro, Bolivia, está dedicado a nuestra señora asunta al cielo.
La Asunción es el coronamiento de los misterios, la grandeza y las virtudes de una madre que esperó al hijo anunciado. Lo trajo al mundo, lo cuidó y lo siguió en la infancia, la adolescencia, la madurez escondida y orante, en la vida pública y en el martirio. Madre que asistió turbada a su muerte, gozosa ante la noticia de la resurrección y participó de manera activa en la vida de la comunidad cristiana naciente. María llegó al final de su vida terrena cuando tenía unos 64 años.
Expiró en la casa donde había sido huésped, sin casa propia, sin medios personales para el sustento. A la hora de su muerte, los apóstoles, que se encontraban dispersos por el mundo, decidieron reunirse todos, después de la sepultura de la madre de Jesús, para rendir homenaje a su cadáver querido. Mas, al abrir la tumba, “no encontraron más que flores; el cuerpo había desaparecido, ya no estaba allí.”
El cuerpo de María se vio libre de corrupción y se dio su Asunción al cielo como consecuencia de su pureza. Como “segunda Eva”, María es madre de todo el género humano y se le debe un culto superior. Venerarla, pues adorarla sería una idolatría al ser una criatura, como el resto de la humanidad.
En un cumpleaños más de la Virgen Madre, necesitamos resurgir. La nueva vida será de piedra hacia arriba, hasta casi interpretar la tonada de la nube, sin diamantes de lluvia ni arcoíris pudoroso.
Le Corbusier, el genial transformador de la arquitectura moderna, nos advierte: “La decadencia de las ciudades hiere nuestro amor propio y ofende nuestra dignidad”. Tal vez por eso es necesario resistir la pérdida de la ciudad, para que no nos arrastre en su abismo, para que la ofrenda diaria del cáliz callejero no nos desfigure el espíritu.
Deja un comentario