Niños y jóvenes indígenas son los lustradores.
Entró por el corredor bamboleándose, caminando lentamente y viendo distraídamente las vitrinas. Nadie reparó en él, pero se fue acercando con clara disposición a cada una de las mesas ocupadas. Era una persona definitivamente diferente, se distinguía de quienes llenaban con sus conversaciones el lugar. No pertenecía allí, aunque parecía formar parte del orden de las cosas. No causaba extrañeza, a pesar de no corresponder al estilo de vestir ni estar en el mundo de los consumidores de libros y de café, de los exhibidores de gestos grandilocuentes. Se iba acercando a cada cliente y mecánicamente señalaba con la mano y la cabeza los zapatos. Se acuclilló y comenzó el trabajo con la inercia de lo que se ha hecho toda la vida, mientras se sorprendía al escuchar lo incomprensible y sin sentido de lo articulado por los dos interlocutores.
O era la raza, o era el sol, o era la pasta negra de todos los días, pero su piel era tan oscura que el blanco de los ojos contrastaba visiblemente y acentuaba la mirada de pasiva curiosidad. Su ropa de trabajo no atenuaba sino acentuaba el color ennegrecido del lustrador. Tenía 18 años y había ejercido el oficio durante 10, lo cual significaba que más de la mitad de su vida la había gastado untando pasta a miles de zapatos de transeúntes de la ciudad capital. Había comenzado a los ocho años a recorrer las calles.
Su padre lo trajo de las montañas y lo dejó con unos familiares, pero pronto se unió a otros niños y jóvenes de su comunidad de origen o de comunidades cercanas, y desde entonces comparte con ellos, con los que llegan y se quedan, una vieja casa de la Colonia Castillo Lara en la zona 7. Pero eso es ahora porque, según cuenta, se conoce todos los barrancos que rodean la ciudad. No sabe leer ni escribir, aunque confesó tener el deseo de ir a una escuela nocturna y aprender. Tiene 18 años y recuerda aún la lengua que le enseñaron sus padres en el minúsculo pedazo de tierra que ya no dio para comer, en la ladera de una agreste montaña del Quiché.
El joven-avejentado termina con orgullo de darle brillo a los zapatos de manufactura española al escritor ansioso de que alguien le diga que su novela es un punto de inflexión en la literatura guatemalteca. El lustrador recibe el magro estipendio e inicia el recorrido hacia otras mesas. Se va alejando, bamboleándose y viendo a su alrededor un mundo extraño, que no es hostil, pero que no le confiere una existencia real a este joven indígena que sale y cruza y desaparece…
Los niños y jóvenes indígenas del altiplano, de Quiché, Huehuetenango y San Marcos, principalmente, componen una buena parte de la fuerza de trabajo que lustra los zapatos de la clase media y alta capitalina en las zonas 1, 9 y 10. Precisamente cuando los hijos de estas clases se encuentran en sus bonitos colegios escribiendo sus ensayos en computadora y conectados a internet, escribiendo emails a sus amigos de los Estados.
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