Somos como las piezas del ajedrez: desempeñamos una función específica en el juego, pero una vez este termina, en la caja donde nos meten somos exactamente iguales.
La larga época del conflicto armado guatemalteco polarizó a la sociedad en una perniciosa dicotomía de ricos y pobres. Por un lado, los ricos, aquella camarilla dueña de los medios de producción que defendía sus intereses económicos a como diera lugar. Por otro, los pobres, aquella masa laboral que enajenaba su fuerza de trabajo por salarios miserables que apenas les alcanzaban para llevar un bocado a su boca.
Aquella polarización trajo una pugna que para los teóricos del marxismo se conoce, como lucha de clases. Los resultados de esta fueron desastrosos para la sociedad, con una cauda de miles de muertos, huérfanos y viudas cuyos efectos sin lugar a dudas, se están viviendo actualmente en una sociedad con taras en su desarrollo social y económico.
Durante esos años no había espacio para el diálogo; la voz ronca de las armas lo había sustituido. Imposible hablar de consensos. Era el disenso el portavoz de la lucha social en contra de la lucha empresarial y grupos de poder. Por su parte, estos se sostenían en una institución armada diseñada más que para defender a la patria, para proteger sus intereses.
No obstante, esta polarización, por causas internas y externas, Guatemala logró superar esa lucha fratricida. Llegó el 29 de diciembre de 1996 y se silenciaron los fusiles. Los generales se abrazaron con los comandantes y los representantes de los sectores pudientes del país. Se forjó una aparente armonización de las fuerzas sociales y se reconocieron algunos espacios políticos para la joven sociedad emergente que reclamaba más participación en la cosa pública.
Sin embargo, a casi veinte años de aquella gesta, los grupos sociales en pugna han mantenido una línea equidistante en sus relaciones. Por un lado, los grupos de poder se afianzan cada día en su afán por incrementar su capital, a veces a costa de pagar salarios de miseria a los trabajadores.
Se debe reconocer que en esta dinámica ha surgido un grupo emergente que hace la lucha por alcanzar mejores niveles económicos a expensas de negocios ilícitos, competencia desleal, esquilmar al estado, y una larga lista de actos ilegales.
En tanto, la clase obrera y el campesinado continúan una ruta de empobrecimiento extremo que los está llevando a niveles de desesperación incontrolables y en muchos casos, una peligrosa agitación social que puede regresar al país a los estadios del pasado conflicto armado.
La falta de políticas integrales de desarrollo social que den a los sectores marginados la oportunidad de superar sus niveles de calamidad económica, puede desembocar en una nueva polarización social de efectos impredecibles.
Es preciso que quienes manejan el país, como si fuera su finca personal, piensen que la riqueza debe surtir el efecto cascada que pringue a todos, pues al fin y al cabo, somos como las piezas del ajedrez: desempeñamos una función específica en el juego, pero una vez este termina, en la caja donde nos meten somos exactamente iguales. ¿Para qué tanta riqueza en pocas manos?
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