viernes , 22 noviembre 2024
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Escepticismo hacia el Estado

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El Estado es la principal instancia que persigue el bien común.

En el siglo XIX las doctrinas políticas predominantes de la época coincidían en la desconfianza al Estado, incluso dos de ellas planteaban su fin. Una, el socialismo, lo planteaba como consecuencia de la revolución y los cambios radicales que traería consigo (la desaparición de las clases sociales), y la otra, el anarquismo, como una necesidad precondición para la libertad y la democracia. Una tercera doctrina, el liberalismo, planteaba limitar y controlar el poder del Estado, pero no postulaba su desaparición, salvo en casos extremos.

Sin embargo, hay que aclarar que la desconfianza hacia el Estado tenía causas distintas. El liberalismo es escéptico respecto del poder político por lo que considera la tendencia (casi natural) que quienes lo ejercen abusan de él. De ahí su apotegma de que el poder absoluto corrompe absolutamente, y también su postura pluralista, o sea, que deben existir diferentes centros de poder que compitan, se controlen y se equilibren entre sí. Solo el egoísmo puede controlar al egoísmo, dijo Madison para justificar la necesidad de dividir el poder. El fantasma que asusta al liberalismo es el comunismo, al que concibe totalitario, y al que adjudica los males del siglo XX. En este contexto sale a relucir inevitablemente el nombre de Stalin.

Para el marxismo, la desconfianza hacia el poder del Estado se deriva de lo que llama el carácter de clase social del Estado, que en la sociedad capitalista es instrumento de la burguesía para dominar a las otras clases, principalmente al proletariado. El Estado capitalista ejerce la dominación de dos formas, a través del consenso y de la coerción. Cuando este no tiene hegemonía, o sea, pierde el consenso de la mayoría de la población, entonces acude a la violencia para mantener su predominio sobre las otras clases, violencia que puede adquirir formas terribles como cuando se transmuta en un gobierno de corte fascista. Las dictaduras que asolaron América Latina en los años 60 y 70 salen a relucir como ilustración.

Sin duda, estas apreciaciones deben tomarse en cuenta al momento de pensar la reforma del Estado, pero deben incorporarse a la vez que deben superarse en la dirección de la realidad de que el Estado es la principal instancia de la sociedad que vela y persigue el bien común. No hay otro espacio, puesto que la mayoría están dominados por particularismos. Lo universal solo habita en el Estado.  


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