Si bien es cierto que la ciudadanía tiende a olvidar que cualquier gobierno meta las patas, no perdona que meta las manos.
Muy temprano, aquella fría mañana del 29 de diciembre de 1996, doña Rosa Leal arreglaría la corbata de su marido, quien ese día tendría agenda llena por ser uno de los principales personajes que plasmarían su firma en el documento que pondría fin al largo conflicto armado guatemalteco. Acercando sus labios a su mejilla le daría un beso de despedida y susurraría al oído: “Este día entrarás por la puerta ancha en la Historia”.
Al atardecer de aquel día, el general luciría su traje de alta jerarquía militar y sería parte del equipo de Gobierno que estamparía su firma. Al terminar, un diplomático de alto rango acreditado en el país se le acercaría y con un apretón de manos le diría: “El general de la Paz”. Pérez respondería con una sonrisa el efusivo saludo. Los periodistas se encargarían de divulgar este calificativo.
Aquel 20 de diciembre de 2001 desbarataría los destinos del general, quien pudo haberse retirado con un considerable reconocimiento público, con una modesta jubilación y realizando un trabajo aquí, un trabajo allá, para completar su presupuesto familiar. Pero él tenía otra hoja de ruta diferente a la de cualquier mortal que solo piensa en heredarle a sus hijos un apellido limpio y prestigioso. La huella genética que deja un mal nombre perdura varias generaciones. Ese día se convertiría en secretario general del Partido Patriota, (PP) plataforma que, tras dos intentos lo llevó a la presidencia.
Desde su fundación, algunos miembros del PP fueron señalados de actos de corrupción, presiones para obtener obra gris, tráfico de influencias, atosigamiento político de sus adversarios y una cola de actividades no lícitas. No obstante, este proceso de desgaste, el partido logró ganar las elecciones del 2011.
El período de gobierno inició con más sobresaltos que logros. Y si bien es cierto que la ciudadanía tiende a olvidar que cualquier gobierno meta las patas, no perdona que meta las manos. Esta es una osadía que tarde o temprano pasará factura. Las mieles del poder se mezclaron con tazones de hiel que provocaron la salida de varios funcionarios desde el inicio del período. Finalmente la plataforma de gobierno se desmoronó y muchos funcionarios pusieron los pies en polvareda. El general dimitió a su cargo y el sistema de justicia ha hecho lo demás.
De las mieles del poder a una fría celda, sin amigos, sin compañeros políticos, quizá el general Otto Pérez Molina añoraría ser solo un ciudadano común, cuyo sueldo de jubilación apenas alcanza para subsistir, pero sin el sobresalto constante de cómo finalizará esta historia que, aunque las pruebas a su favor fuesen contundentes, en el imaginario colectivo la imagen quedará visiblemente deteriorada. Quizá un cinco por ciento de respaldo podría tener, y eso porque entre cero y cinco no hay diferencia significativa. No es lo mismo “El general de la Paz” que “la paz del general”.
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