Las moliendas salvadoreñas transforman la caña de azúcar en el preciado dulce de panela, un producto esencial en decenas de platos típicos y con demanda en países de América Latina, que ya está conquistando las cocinas en Estados Unidos.
La Prensa Gráfica detalla en un reportaje las actividades que ameritan la elaboración de este insumo, conocido en la región del Istmo, especialmente en Guatemala y El Salvador.
El corte de caña comienza en noviembre y se extiende hasta mediados de abril. Tras la zafra, un grupo de personas alimenta los trapiches para producir de forma artesanal el artículo citado.
Edgardo Amaya es el encargado de la molienda de la familia Hernández, a la orilla de la carretera que conecta el desvío a Guadalupe con la ciudad de Verapaz, en San Vicente.
Tiene 21 años y, a veces, en el paisaje dominado por el bagazo de caña, el humo de los hornos y el vapor de peroles, se le ve con una computadora portátil, en la cual hace las tareas de Ingeniería en Sistemas Informáticos que estudia en una de las universidades. Según la publicación, el alumno, quien podría hablar de matemática, programación o software, es el mejor capacitado para explicar cada etapa de un proceso que encanta a los salvadoreños: la producción de miel de panela.
Paso por paso
Amaya muestra los 6 hornos que calientan a igual número de calderos, donde hervirá el jugo de caña que sale del triturador constantemente. “Cuando se deja de trabajar, estas cocinas pasan como 4 días con alta temperatura”, asegura.
El ruidoso e incesante trapiche en esta molienda funciona con motor eléctrico. Décadas atrás se usaba la fuerza de bueyes que avanzaban en círculos por horas.
Un muchacho, quien quizá tenga el trabajo más pesado de todos, no para de acarrear la materia prima. No puede darse tiempo para descansos, pues el molino debe seguir funcionando hasta que los peroles estén llenos. A esa función se le llama “burro”, explica el universitario.
En el mismo trapiche el jugo pasa por diversos filtros para limpiarlo. A pesar de eso, sale como si fuera agua sucia. Entonces, en los recipientes, el “puntero” da una última limpiada, quitándole los restos de caña que pueda tener. Se le deja hervir hasta que llega a espesar, un punto que solo un experto conoce bien.
Para entonces, su color también cambia a un tono como caramelo. Pasa por un canal y una zaranda a otras cacerolas donde dos “sacatrapos” batirán la mezcla.
Embalaje
Un grupo de mujeres envuelve los dulces en tuzas. En el caso de la molienda de la familia Hernández, se cubren con plástico y se le etiqueta con dos tipos de viñetas: “Una se vende en supermercados locales y otra en Estados Unidos”, indica María Domínguez, quien realiza dicha tarea.
Mientras espera su traslado, la panela permanece en una bodega a la que se le eleva la temperatura. “Se conserva mejor en el calor”, agrega Amaya, frente a las cajas que tienen como destino Nueva York.
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