Una y otra vez el ethos conservador se ha impuesto.
En las últimas décadas, Guatemala se ha encontrado en coyunturas y encaminada en procesos políticos que le han brindado la oportunidad de dar un golpe de timón y construir una sociedad igualitaria, con un régimen político incluyente, así como con un Estado para toda la nación. Una y otra vez, sin embargo, esas oportunidades se han perdido. El ethos conservador se ha impuesto, manteniendo al país en una situación de confrontación que conviene a ciertas élites, con un modelo de desarrollo excluyente.
Como otras veces un horizonte de cambio se configuró en 2015, dando lugar a un despertar ciudadano, demandando el fin de la corrupción del gobierno y del sector empresarial, así como la implementación de reformas profundas. La magnitud de la movilización, socialmente heterogénea, rememoró las jornadas de la Revolución del 44. O sea que una nueva oportunidad se ha atravesado, surgida desde la sociedad y alimentada por el entorno internacional. Viejos actores se dijeron “ahora sí” y nuevos descubrieron que sí estaba en su voluntad reformar el mundo. La pregunta que aún está sin respuesta es si esta vez la rueda de la historia irá hacia adelante, o se quedará atorada en la ciénaga de las mismas élites que han sabido manejar el poder para cambiar la escenografía sin modificar a fondo el libreto. Los mismos que frustraron los cambios en 1920, que aprovecharon el contexto internacional para lograr la debacle del 54, y que desfiguraron las circunstancias cuando fue electo Julio César Méndez Montenegro, quien inició los gobiernos autoritarios con fachada democrática.
En 1974 se desperdició otra oportunidad, cuando el Frente Nacional de Oposición ganó las elecciones limpiamente, triunfo arrebatado por militares que se convirtieron en el eje exclusivo del poder del Estado durante más de una década. Luego en 1985 comenzó la transición democrática que llegó a su momento culminante con los Acuerdos de Paz. Sin negar sus logros, esta doble transición no cristalizó en un régimen democrático ni en una sociedad con desarrollo equilibrado, puesto que el poder tradicional se mantuvo, solo modificado por el poder criminal heredero de la contrainsurgencia. En esa falta de democratización del poder político y la incapacidad de construir un Estado promotor del bienestar general, radica el fracaso de la transición del autoritarismo a la democracia.
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