Según la organización Witness of Innocence, uno de cada nueve condenados a muerte en los Estados Unidos ha sido después declarado inocente.
Han transcurrido tan solo unos días desde que, en el corredor de la muerte de Georgia, Estados Unidos, se ejecutaba con una inyección letal a Brandon Astor Jones, de 72 años. Había sido condenado por el asesinato, en 1979, del empleado de una tienda en un atraco a mano armada. Infecundos fueron los intentos de los abogados por aplacar la justicia inmisericorde del tribunal penal, sobre todo después de que el Tribunal Supremo de los Estados Unidos declinara considerar el caso (perdiendo así una ocasión única) y permitiera que la ejecución se llevara a cabo.
En mi opinión, hay un argumento jurídico poderoso para acabar con la pena de muerte, a saber: si el ser humano es limitado, todo cuanto hace es limitado. Es decir, no existe la obra humana perfecta. Si esto es así, tampoco puede darse un ordenamiento jurídico perfecto. Por tanto, todo ordenamiento jurídico, por ser imperfecto, debe contener elementos rectificativos para resolver los errores jurídicos que puedan cometerse durante su aplicación. A su vez, cualquier ordenamiento debe tratar de evitar todas aquellas decisiones y penas no revisables. Si hasta una constitución, que es la norma fundamental de un pueblo, es revisable, ¿cómo no va a serlo una sentencia judicial? La ejecución de una persona, en cambio, por su propia naturaleza, no es revisable, pues ningún ordenamiento es capaz de devolver la vida al ejecutado. Por ello, por un principio de justicia, que debe informar todo ordenamiento jurídico, la pena de muerte debe suprimirse.
Existe no solo un argumento jurídico, sino también uno democrático que es más convincente, por afectar a la comunidad política y no solo al ordenamiento jurídico que la regula. Si la democracia es el gobierno del pueblo, una sociedad democrática no puede, por definición, excluir definitivamente a un ciudadano integrante de ella. Permitir la pena de muerte en un sistema democrático es tanto como legalizar el tiranicidio en una dictadura. Si algo caracteriza a una democracia es que el poder está al servicio de los ciudadanos y no los ciudadanos al servicio del poder. La grandeza del sistema se haya en la centralidad de la persona humana, de cada ciudadano, y no de la comunidad política como tal a la que, aunque todos los ciudadanos servimos, le damos un valor instrumental.
Por eso, una democracia seria sabe imponer penas de acuerdo con los principios democráticos y en consonancia con los derechos humanos. Las penas han de ser clementes, proporcionales, disuasorias, y orientadas hacia la reinserción social y la educación. El único componente válido aquí es el disuasorio. Cuando uno sabe que el delito que va a cometer le puede costar la vida, se lo piensa dos veces. Por lo demás, tampoco está claro que en los lugares donde se erradica la pena de muerte los delitos aumenten. Creo que es hora de que muchos políticos norteamericanos se apliquen el cuento.
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