Nos convertimos en cómplices pasivos si volteamos la mirada ante las infamias que suceden en nuestra Guatemala.
Hoy, hace 22 años, el 26 de enero de 1994, el entonces Director General de la Policía Nacional me informó sobre el aparecimiento de los cadáveres de mi esposa María Eugenia Muñoz y de nuestra hija María Alejandra. Las encontraron a la orilla de la autopista que conduce a Puerto Quetzal, Escuintla.
Durante mucho tiempo padecí trastornos del sueño, al imaginar los padecimientos a que fueron sometidas. Al ahorcar a ambas con el mismo lazo, fue pavoroso para la madre observar cómo asesinaban a nuestra hija. Primero reventaron los pulmones por la asfixia. Ya sin vida, deshicieron sus cerebros al disparar con balas expansivas contra sus sienes. El “tiro de gracia” fue un artificio empleado para aparentar una represalia contra mí, ya que varias veces, en 1993, fui amenazado de muerte por el anticomunista escuadrón de la muerte “Jaguar Justiciero”.
Durante cuatro años perseguí a los asesinos. Finalmente, con el apoyo del abogado Danilo Rodríguez Gálvez, logramos que condenaran a prisión a dos de los victimarios, Domingo Melgar Rodríguez y a su hijo Nelson Giovanni, quienes también ultimaron a cuatro personas en Las Huacas, Cuyuta, el 28 de octubre de 1993. El crimen contra mi familia no fue político, no ocurrió en la capital, no tuvimos el apoyo de los medios de comunicación en la divulgación de los procesos y no contamos con el respaldo de alguna organización política o de derechos humanos -ni de los familiares de las asesinadas-, para lograr justicia.
No debemos permitir que nuestra capacidad de asombro sea sustraída por el miedo, la cobardía y la apatía. La vida es bella si nos negamos a que se imponga el sinsentido de la violencia. Ahora imagino a María Eugenia, desprevenida ante la maldad, risueña, con todo su esbozo de sueños y posibilidades. Abraza a nuestra hija María Alejandra, una dulce niña que apenas atisbó la vida y no llegó a saber que esta es azarosa. Hoy, mi pensamiento está con quienes se refugian en las esquinas de las remembranzas, ateridos y acongojados ante la ausencia de sus familiares, víctimas de la malignidad.
En los rostros de mis “Marías de la Esperanza” encarnaron miles, millones de dolores. Mi plegaria es para que tantísimos duelos no se queden sin resolver. Mi ruego es perfeccionar la debilidad para convertirla en nuestra firmeza, animados por la esperanza de que la vida tenga sentido y plenitud. Al final, nuestra fortaleza brotará de la convicción de que tanto la dulce muerte, así como la lucha por la justicia, son ineludibles.
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