Obama aún tiene tiempo para dar un golpe de timón a esta delicada situación social.
Los datos son reveladores. Estados Unidos es el país con más armas per cápita del planeta, seguido, a distancia, por Yemen. La Segunda Enmienda a la Constitución de Estados Unidos, adoptada en diciembre de 1791, defiende el derecho del pueblo a tener y portar armas. El Tribunal Supremo, en famosa sentencia de 2008, interpretó que el derecho a tener armas no es solo colectivo, propio de la milicia, sino también individual; es decir, corresponde a cada ciudadano como tal, aunque pueda ser limitado por los poderes públicos. Dos años después, sentenció que la Segunda Enmienda limita la capacidad legislativa de los gobiernos estatales y locales, de la misma manera que limitaba la propia actuación del gobierno federal. Es decir, la enmienda y el derecho contenido en ella afectan al núcleo constitucional más duro e invulnerable.
El Tribunal Supremo tuvo en 2008 y 2010, la oportunidad de dar un vuelco constitucional en la interpretación de este derecho a tener armas, pero no lo hizo. Ni se atrevió ni quiso. Todo lo contrario: confirmó, sin la menor concesión a la duda, el derecho personal, constitucionalmente protegido, a tener armas.
El método de interpretación que utilizaron los jueces, técnicamente llamado originalista, causó estragos. Y es que pretender -como de hecho pretendieron- juzgar la Constitución y la sociedad actual con criterios elaborados por juristas del pasado es un craso error. El Derecho es para servir a la sociedad viviente, no para esclavizarla con normas obsoletas. La idea de milicia, que justificó la decisión judicial, fue enterrada hace ya muchos años por el pueblo americano. Al parecer, no por los jueces. Una Ley sobre control de armas se aprobó en 1968 tras los asesinatos de John y Robert Kennedy, Malcolm X y Martin Luther King. De poco han servido, pues todas ellas están profundamente limitadas por la enmienda.
¿Existe, en verdad, un derecho humano a portar un arma? No, no existe ese derecho. Lo que existe es un derecho humano a la propia defensa, pero esta defensa no justifica ni implica la tenencia de armas, especialmente en sociedades democráticas avanzadas. Por eso, al no ser humano, el derecho constitucional a las armas es perfectamente derogable.
En una sociedad madura, los ciudadanos deben ceder la defensa de su seguridad a los poderes públicos. Solo por delegación de los poderes públicos, un ciudadano puede disponer de un arma, en cuyo caso actuará, no en virtud de un derecho propio, sino de una atribución. Por eso, la venta de armas a particulares puede y debe ser prohibida constitucionalmente en todo país democrático.
Si Obama (el 5 de enero solo ordenó más control en la venta y en las personas con antecedentes de violencia o problemas mentales), antes de terminar su mandato, logra dar un golpe de timón en esta delicada cuestión social, pasará a la historia, no ya por haber sido el primer presidente de color, algo bastante intrascendente aunque simbólico, sino por haber puesto fin a uno de los grandes dramas de su país.
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