Se presta más atención a la idea que se pretendió transmitir.
En un programa de televisión un espectador preguntaba a un médico profesional: “¿Qué me recomienda para la piel reseca?”. Un ciudadano, sin ser médico y desconociendo bastante de dermatología, bien podría responder, por ejemplo: “Expóngase mucho al sol, recúbrase la piel con polvo, cemento o arena por el mayor tiempo posible; jamás use cremas hidratantes; y beba la menor cantidad de agua que pueda”. Y sí: así es muy probable que mantenga siempre la piel reseca, como lo ha solicitado. Por supuesto, la respuesta del médico consultado fue muy distinta.
Otras personas más, al llegar a una farmacia, por ejemplo, solicitan “algo para el dolor de cabeza”. Siendo sensatos, ni siquiera se requiere pagar por ello. Dependiendo de la intensidad del dolor que desean, cada quien puede, por sí mismo, golpear su cabeza contra las paredes, midiendo la intensidad y la frecuencia de los murales choques. Si atendiéramos de manera literal las preguntas, solicitudes, sugerencias o consejos de nuestros interlocutores, el proceso de comunicación se convertiría en un caos.
Por lo regular, en los diálogos cotidianos prestamos más atención a la idea que se pretendió transmitir y no tanto a la que se transmitió. Si de manera puntual ajustáramos nuestras palabras a las expresiones que recibimos, construiríamos todo el tiempo una torre de Babel. Por tanto, nuestras conversaciones rara vez se sustentan en los términos que escuchamos, sino en el sentido y en la intención que quisieron compartir nuestros dialogantes prójimos.
Un estudiante preguntaba: “¿Alguien tiene el teléfono de Liliana?”, y un bromista respondió: “Es muy probable que lo tenga ella misma”. Otro más les recordaba a sus colegas: “Yo cumplo años hasta el 20 de diciembre”, y un profesor suyo lo interrogaba: “¿Duras 11 meses cumpliendo años, porque apenas estamos en enero?”. Lo correcto: “Yo no cumplo años hasta el 20 de diciembre”.
De esta forma, la inferencia es un trabajo constante en la comunicación humana, y la inmersión en nuestra cultura ayuda bastante a interpretar los mensajes en esas situaciones. Sin embargo, esos usos informales se admiten en la comunicación verbal; pero aplicar el mismo procedimiento, o espontaneidad, en los mensajes escritos, sí entraña un riesgo de distorsión elevado. Alguna vez, una estudiante justificaba su ausencia parcial a clase porque “el señor del bus se pinchó”. Quizás, muy camuflada en la silla, oculta en el recipiente del dinero, sin que el conductor lo advirtiera, estaba una inoportuna aguja.
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