Suele ocurrir que a partir de cierta edad uno se rebela contra sus nuevos cumpleaños.
En épocas anteriores a la actual era muy fácil distinguir entre un joven y un viejo. Bastaba observar cómo vestía y hablaba uno y otro. Hoy, en cambio, es difícil hacer esa distinción, como consecuencia de que muchos viejos (no todos) tienden a imitar el comportamiento y las costumbres de los jóvenes.
Suele ocurrir que a partir de cierta edad (los 50, por ejemplo) uno se rebela contra sus nuevos cumpleaños y no entiende por qué le felicitan; vería más lógico que le dieran el pésame.
Actualmente se evita marcar excesivamente las diferencias de edad con signos externos, (al contrario de las personas mayores de antes, que un mal día se vestían de negro y ya no cambiaban).
Todo esto es comprensible. Lo que, en cambio, considero incomprensible es que se pretenda vivir como el joven que ya no se es. Quien haga esto último vivirá de espaldas a su realidad personal, creando una posible crisis de identidad y generando confusión en sus familiares y amigos. Un viejo que se disfrace de joven solo conseguirá ser objeto de mofa. Se cuenta que unos padres, abrumados y desesperados porque no sintonizaban con un hijo joven, decidieron darle una supuesta positiva sorpresa: aparecer ante él vestidos al estilo hippie. ¿Reacción del hijo? Enfado y decepción: “A mi edad se puede hacer el ridículo, pero no a la vuestra”.
No se trata simplemente de un problema individual, como lo prueba que las palabras “vejez” y “viejo” están cayendo en desuso, por haber adquirido un sentido peyorativo, siendo sustituidas por continuos eufemismos: tercera edad, edad de oro, etcétera. Es la sociedad misma la que está adoptando un falso juvenalismo.
Ese planteamiento no resiste la prueba del algodón (de la realidad): «La juventud tiene su verdad y su belleza mientras dura. Si se intenta estirarla más allá de sus límites, se hace crónica, a la manera de las enfermedades (…) Al querer agarrarse demasiado al fugitivo brillo de la juventud, se corre el riesgo de caer en el estado semineurótico que los psicoanalistas llaman «fijación del pasado», y de ahí a no saber acoger los preciosos dones de la madurez y de la vejez.
Lo que nos define como jóvenes no es la falta de achaques, sino la disposición para afrontarlos. La juventud es una actitud positiva ante el paso del tiempo.
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