Guillermo Monsanto
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Foto: Cortesía Guillermo Monsanto
Hay pocos artistas que son capaces de pintar sueños, y García es uno de ellos. Su labor debe ser intuida como la transición del paisaje de occidente a otra dimensión. Algunos críticos lo consideran un metafísico, otros un surrealista y hay hasta quienes le observan desde el ojo minimalista.
Quizás en la evolución hacia su propia y sutil expresión encontró elementos en las tres corrientes que aprovechó para aterrizar en su propio estilo. El conglomerado creativo a su alrededor posee nombres como los de Rolando Pisquiy, Hugo González, Rolando Aguilar, Eduardo Sac o Rolando Sánchez; todos con sus propios lenguajes expresivos y, cada uno, con valores que les ha hecho relucir dentro de la pintura y escultura regional apartándolos temáticamente de los motivos tradicionales.
Alfredo García estudió en la escuela de Artes de Quetzaltenango entre 1968 y 1969. Además de pertenecer al grupo Itzul liderado por Elmar Rojas, se suman sus viajes de observación por Europa, Estados Unidos, Latinoamérica y México. También sobresalió en las V, VI y VII bienales de Arte Paiz. Entre otros logros alcanzó el premio único en los certámenes Arturo Martínez en 1978, 1980 y 1983.
Como docente impartió pintura en la Escuela Regional de Arte Humberto Garavito. Podría ser que su mejor alumno sea Francisco García, su hijo, quien vive ahora en Inglaterra. La pintura de Alfredo García transporta, evoca, hipnotiza. Sus visiones, que erradican la presencia humana, trasmiten paz, serenidad, añoranzas, felicidad.
Alfredo García estudió en la Escuela de Artes de Quetzaltenango entre 1968 y 1969.
No hay nada forzado en ellas. Creería que están construidas desde la honestidad de un personaje que sueña y que ama su entorno. Por eso son tan potentes. Su síntesis erradica la mayoría de los detalles del conjunto. Deja, en su lugar, los elementos que le interesa destacar insuflando una dosis de atractivo misterio. Sus fondeados, montañas, cercas, bosques, solo son una mera referencia de horizonte. En sus cuadros, escribí hace algunos años, se puede escuchar la paz del silencio.
Todo puede ser una metáfora y todo puede conducir a lo onírico. Su manera de degradar el pigmento, sobreponerlo a otros tonos (todos delicados) proporcionan una impronta particular al ejercicio pictórico de su generación. El abrazo de los colores redunda en luz. En su obra no hay sombras y, si las hay, son tratadas con su paleta antónima. Allí hay otro encanto. La producción de este creador posee un común denominador.
Los parajes de su interés no son inventados. Guardan una cotidianidad con lo rural y lo que los habitantes de la región aprecian a diario. Aunque no es un registrador haciendo una trascripción, la mera referencia aterriza al observador en diferentes escenarios nostálgicos. Pintura delicada, sí; pero posee una energía transmisora que avasalla y que le hace visible e imposible de pasar por alto.